“El estado del bienestar es insostenible”, dicen algunos. “El estado del bienestar es un avance al que no podemos renunciar”, dicen otros. ¿Quién tiene razón? Quizás se podría aplicar a esta cuestión aquello de “¿A quién quieres más: a mamá o a papá?” Pregunta sin respuesta, porque el amor no es una variable unívoca, lineal, susceptible de medición. El amor tiene variaciones de intensidad, profundidad y arraigo, manifestaciones distintas en distintos momentos, y altibajos, y paréntesis… Bueno, pues con el estado del bienestar pasa lo mismo.
Pero aquí no quiero hablar del estado del bienestar como tal, sino solo como un ejemplo de situación o problema que no puede resolverse con preguntas categóricas. Sin duda, el estado del bienestar es un avance, o mejor, algunas partes del estado del bienestar son avances, pero posiblemente no todo el estado del bienestar lo sea, o por lo menos no un avance en un sentido unívoco, lineal. Es un avance respecto de una situación en la que no hay nada, absolutamente nada, que cuide del bienestar de los ciudadanos a cargo del sector público ni de la sociedad. Claro que resulta muy poco probable que esa situación se dé, al menos en nuestro siglo.
Y, del mismo modo, el estado del bienestar puede ser insostenible, o no, e incluso puede que deba seguir existiendo, aunque sea insostenible, lo que parece una contradicción, pero no lo es, si pensamos que en economía trabajamos casi siempre en términos de trade offs, de intercambios. Dada la evolución demográfica (reducción de la natalidad, aumento de la esperanza de vida), de la productividad (hay dudas sobre su crecimiento tendencial), de los costes de ciertos servicios (salud, dependencia), podemos afirmar que la evolución esperada de los gastos será mayor que la de los ingresos, si las tendencias no cambian. Y esto nos llevará a proponer reducciones de gastos, aumentos de ingresos o cambios en la política de deuda pública (o privada).
Es inevitable que los planteamientos en la opinión pública se presenten en términos simplistas, pero las decisiones políticas y los debates “serios” deberían tener un poco más de profundidad -aunque quizás estoy pidiendo demasiado, especialmente a los políticos.
Es probable que el estado del bienestar, tal como lo conocemos en España y en Europa, sea a la vez un avance social al que no estamos dispuestos a renunciar, y un desarrollo financieramente insostenible. Tal como se ha planteado, lo más probable es que todos los cambios que vayamos introduciendo deban venir acompañados de un análisis de los ingresos disponibles. Lo que nos llevará a una reflexión más seria sobre la financiación del gasto público y la política de deuda.
Pero, al final, el debate deberá ser sobre los fundamentos: qué tipo de estado del bienestar queremos, ahora que ya conocemos sus aspectos positivos y sus costes. No es un tema de hoy para mañana, claro, porque interferiría con muchos intereses creados. Y, al final, nos encontraremos con concepciones diferentes de la persona y de la sociedad, sobre las que no nos pondremos de acuerdo, pero en las que podremos –deberemos- llevar a cabo una negociación, en la medida en que lo permitan las líneas rojas que cada ideología trace…
Pero, claro, al final vendrá el contable y nos presentará la factura: ¿podemos pagarla? Es decir, ¿es sostenible el tipo de sociedad que resulte de nuestro diálogo? Pero de esto me ocuparé otro día.
Puede ser que sea insostenible, pero todos sabemos que es fundamental para nuestro modo de sociedad… pero si los políticos ejercieran su cargo y no se dedicaran a otro tipos de menesteres, de los cuales se lucraran… quizás podríamos hablar de un sistema del bienestar SOSTENIBLE.
Buen punto, profesor. El bienestar no se puede medir en lo afectivo y sin embargo, su disfrute depende de las comodidades generadas en él, aunque sea insostenible. Por ello le he propuesto siempre, en estos temas, que la representatividad popular no la tenemos todos sino los que «saben» qué y cómo producir: los que llamamos expertos, no los empresarios que contratan expertos ni el pueblo que disfruta de esos productos. Pero hay otro nivel supremo, el de la afectividad (y por ello, el ético) que debe tener otro tipo de representantes «supremo». Juan Antonio decía que los poderes debían ser los de la eficacia, la atractividad y la unidad algo en lo que coincido, pero opino que la representatividad sería como dije antes.