Después de los actos terroristas en Barcelona y Cambrils, en días recientes, todos nos preguntamos: ¿por qué se producen esos actos? No tengo respuesta, claro, más allá de «los seres humanos somos así: capaces de actos heroicos y de crímenes horrendos». Los cristianos invocamos la existencia del pecado original; los que no tienen fe pueden apoyarse en la experiencia y, con un poco de humildad, en la introspección.
Hay otras actitudes, claro. Una es considerar que es un problema técnico: algo ha fallado en nuestro sistema (probablemente por desidia de los mecanismos de seguridad y control del Estado: ya se sabe, la culpa suele ser del gobierno), y lo que hay que aplicar es una solución técnica. Si el coche deja de funcionar, el mecánico nos dirá qué avería tiene y qué solución hay que darle. Si en nuestras ciudades aparecen terroristas, hay que buscar el fallo y arreglarlo. Pero como el profesor Leonardo Polo explicaba, si el problema no es técnico, sino humano, la solución técnica no sirve, porque provoca: 1) segmentación: solo vemos un trozo de la realidad, y no nos damos cuenta de que eso está relacionado con otros trozos de la realidad, de manera que nunca podremos resolver el problema global); 2) efectos perversos, porque lo que arreglamos en un trozo de la sociedad (la vigilancia policial, por ejemplo), se desarregla en otro (perdemos libertad, lo que quizás no nos preocupa mucho cuando lo que queremos es seguridad durante un paseo por la ciudad, pero que será más grave cuando descubramos lo que sobre nosotros sabe nuestro jefe, nuestra esposa o marido (!) o el fisco); 3) anomia: no sabemos qué podemos o debemos hacer, todo lo debemos esperar de los demás, lo que lleva a la parálisis y el desconcierto, y 4) entropía social: las instituciones pierden su función. Y todo esto lo vemos ahora en nuestras sociedades. Por tanto, lo del fallo técnico es un error de diagnóstico.
Hay otras actitudes posibles, claro. Una, muy frecuente, es echar la culpa a los otros: los capitalistas, o los comunistas, o la religión, o la política, o las potencias extranjeras, o una mano invisible… Pero esta solución nos lleva a la guerra de todos contra todos. Claro que, si «los otros» son una minoría, podemos confiar en que, una vez eliminados de la faz de la tierra, el problema estará resuelto. Pero solo si «los otros» no son poderosos, claro, y no tienen un arsenal atómico capaz de borrarnos a todos del mapa. O si resulta que «los otros» no son tan pocos como parecía. Los nazis empezaron por los judíos, pero pronto incluyeron otras «minorías», y suerte que no se les ocurrió incluir en esa categoría a los negros, los amarillos, los cobrizos, los mestizos… Y los comunistas descubrieron a los compañeros de viaje, los pequeños burgueses, los colaboracionistas… Por tanto, lo de las ideas malvadas de otros también es un error de diagnóstico, fundado, probablemente, en lo que los anglosajones llaman la «hubris», la supuesta superioridad de nuestras ideas, que suele ser falsa. A menos que nosotros tengamos el poder, lo que nos lleva a la guerra de todos contra todos. Falsa solución.
No he acabado con la lista de posibles explicaciones, pero no estoy dispuesto a seguir añadiendo párrafos a esta entrada. Solo ofrecerá una idea como posible solución. Volvamos al primer párrafo: si yo, que soy tan buen chico, como decía mi madre (que debía ser en esto tan objetiva como todas las madres del mundo), soy capaz de los actos más horribles, ¿me puede extrañar que otros lo sean también? Esto no nos proporciona un diagnóstico, pero nos ofrece, al menos, instrumentos para buscarlo: hemos de partir de los caracteres y las acciones de los seres humanos.
Y esto tampoco nos debe llevar a la pasividad, al «no hay nada que hacer». Una de las funciones de la sociedad política es, precisamente, hacer frente a estos problemas. No los podrá arreglar, claro, porque el problema es antropológico y ético, no político y técnico. Pero, al menos, podrá controlar sus efectos. Y aquí es donde debemos pedir que actúen la policía, los jueces y las autoridades.
Estoy totalmente de acuerdo en que es un problema antropológico y ético, derivado de lo maleables que podemos llegar a ser los humanos hasta el punto de no distinguir lo que está bien de lo que está mal.