Hace unos días cayó en mis manos un folleto con recomendaciones sobre lo que las autoridades de una gran ciudad en un país relativamente desarrollado debían hacer para mejorar el bienestar y las oportunidades de los niños, es decir, para crear un futuro para ellos. El listado era formidable. Las autoridades locales, decían los autores del folleto, debían mejorar la salud y el bienestar de la población, porque los antecedentes familiares y el entorno de la comunidad son importantes; reducir los problemas de salud mental en niños y jóvenes, porque son la antesala de los problemas psicológicos y sociales en la edad adulta; mejorar los resultados sociales y económicos, porque es bien conocido que influyen en la salud psicológica, emocional y social de los niños; atender especialmente a las situaciones derivadas del abuso de drogas o de la criminalidad; promover el logro educativo, mejorar la autoestima y la confianza, desarrollar las habilidades sociales y emocionales… ¡Y todavía no había entrado en las recomendaciones al gobierno nacional, a las familias, a los centros educativos y a las comunidades…!
Cerré el folleto y me pregunté: si yo fuese el responsable de la infancia en esa ciudad, ¿por dónde debería empezar? Sin duda, más allá de mis preferencias políticas o ideológicas, debería consultar a los expertos. Sí, pero, ¿a cuáles? A los médicos y enfermeras, a los psicólogos y sociólogos, y también a los economistas, porque las decisiones que tomemos tendrán consecuencias para el mercado de trabajo y las finanzas de las familias –y de la ciudad. Y a los arquitectos y urbanistas, porque la calidad de la vivienda y del barrio y los servicios que se ofrezcan van a influir, sin duda, en los niños. Pero estamos hablando de una ciudad concreta, con su historia y su entorno geográfico, de modo que hemos de consultar a los expertos de aquí, aunque, claro, debe haber mucha experiencia recogida en otros lugares, quizás muy distintos… O sea, habrá que escuchar a los estudiosos de fuera.
Bueno, ya se ve que deberemos reunir a un buen equipo de expertos, que elaboren cuidadosos planes parciales, que luego se deberán someter a la crítica de los otros expertos, para corregir los sesgos metodológicos y las visiones parciales. Porque el pedagogo nos hablará de métodos y recursos escolares, en tanto que el nutricionista propondrá cambios en la dieta y los hábitos, que luego las madres y los padres no podrán poner en práctica porque su vivienda no admite grandes cambios, y el barrio tampoco, y el mercado laboral no facilitará ajustes importantes de horarios y de ingresos…
O sea, si queremos tener un plan suficientemente completo, habremos de gastar unos cuantos millones durante años. Pero no tenemos tiempo, porque estamos hablando de la generación que ahora está ya en la escuela o a punto de entrar en el mercado de trabajo. De modo que habrá que pensar algo más sencillo y menos costoso, que ofrecerá soluciones a corto plazo, incompletas, que habrá que ir adaptando al ritmo de la experiencia… Y de nuevo volvemos a pensar en el fracaso escolar, en las adicciones peligrosas, en las dificultades para desarrollar una vida plena… en un modelo de familia que se repetirá en la siguiente generación y quizás también en la otra… Lo siento: no podemos perder tanto tiempo. Y no tenemos tanto dinero, porque los recursos son escasos, y hay que atender a las infraestructuras, las pensiones, el desarrollo del sistema sanitario, la cultura, que también es importante para el bienestar de la población… y mil cosas más.
O sea, el gestor público, el experto y el político tendrán siempre la tentación de reducir aquel gran problema a una dimensión menor y más asequible: hemos de ser realistas, dirán; los que vengan después ya se encargarán de buscar mejores soluciones… Bien, pero, ¿podemos darles algunas ideas para que su trabajo no quede bloqueado como el nuestro?
Me permito hacer un par de sugerencias. Una: cuando un problema social es muy complejo, hay que enfocarlo de una manera interdisciplinar, o mejor, multidisciplinar. Lo primero consiste en estudiar el tema desde el punto de vista particular de una disciplina o de varias disciplinas relacionadas, para luego iniciar un diálogo con los de otras disciplinas, diálogo que empezará por definir los problemas… Multidisciplinar quiere decir que el diálogo empieza mucho antes, en cuanto se ponen sobre la mesa las supuestos de cada disciplina y, sobre todo, cuando nos preguntamos por la naturaleza del problema: ¿es de carácter pedagógico, o de salud pública, económico, del mercado de trabajo, de vivienda y urbanismo, de convivencia, de valores…?
Y aquí es oportuna la segunda sugerencia, para que podamos avanzar con seguridad y visión de futuro: el problema debe definirse alrededor de una realidad que sea, de verdad, central. Y me parece que en muchos casos, como los que aquí estamos comentando, esa realidad debe ser el hogar. Porque los problemas que he presentado antes giran alrededor de un grupo de personas, la familia, que viven en un lugar, que en sentido estricto es la vivienda, y en sentido amplio se prolonga en el pueblo o el barrio. Pero el concepto de hogar va aún más lejos, porque incluye unos objetivos para esa comunidad humana, objetivos que cada hogar debe definir, porque son los que explican su misión interna, que es la que los justifica, y su función social, que es la que implica al resto de la sociedad. Esta no ha sido siempre nuestra manera de trabajar, pero quizás vale la pena que, en adelante, intentemos seguir esta vía.
(Estas son algunas ideas que se derivan de un libro que está saliendo de las máquinas de Edward Elgar, titulado «The Home: Multidisciplinary Reflections», y que he editado, con la colaboración de un formidable equipo multidiciplinar. Ya os contaré más cosas de este proyecto).
Antonio Argandoña es Profesor Emérito de Economía del IESE.
Gran artículo. En la actualidad se plantean demasiados problemas y en muchas ocasiones no se cuenta con el equipo especializado para que ponga remedio a eso problemas que retrasan el avance de la sociedad.