La gente que va al mercado de trabajo, sobre todo si son jóvenes y llenos de proyectos, es decir, si no quieren convertirse en «víctimas del sistema», se va a enfrentar con un reto que parece muy atractivo, pero que, en el fondo, es peligroso, porque puede hacer que, en vez de víctimas, sean cómplices. Todos somos propietarios de varias formas de eso que llamamos “capital humano”, que es fruto de la educación, la experiencia, las capacidades propias y las relaciones con los demás. Los financieros nos dicen que el valor de un capital se calcula a partir del rendimiento futuro esperado del mismo. Por ello, a todos nos interesa invertir en la formación de ese capital, lo cual es muy bueno, claro. Para sacar rendimiento a ese capital hay que competir con otros profesionales, que hasta ayer quizás eran nuestros colegas, pero que ahora se convertirán en nuestros rivales. Y tendremos que invertir con esfuerzo en nosotros mismos para no reducir nuestra capacidad competitiva: más horas, más posgrados, más dedicación… O sea, corremos el riesgo de autoexplotarnos.
Esto supone también tener que competir con la organización que nos contrata, porque nosotros intentaremos crear rentas para apropiárnoslas, en tanto que la organización intentará apropiarse esas rentas; nosotros intentaremos ganar libertad para saltar a otro trabajo en las mejores condiciones posibles, y las organizaciones intentarán hacernos dependientes, para retenernos, si de verdad somos valiosos. En este conflicto de estrategias, quizás nosotros ganemos algunas veces, pero la organización tiene ventaja porque, si entramos en su juego, estaremos renunciando a fijar con libertad los objetivos de nuestra vida profesional. Serán otros, que pueden ser los propietario de la organización en la que trabajamos, o los expertos, los asesores o los creadores de opinión, los que nos dirán siempre dónde está la meta hacia la que hemos de correr. Al final, habremos asumido una definición equivocada de lo que es el éxito profesional. Quizás pensamos que esto puede ser necesario en los primeros años de nuestra vida profesional, y que luego tendremos oportunidades de rectificar el rumbo. El riesgo de esta actitud es muy alto, porque los seres humanos aprendemos, y después de unos cuantos años danzando al son de la música que nos tocan, es muy difícil que seamos capaces de montar nuestra propia orquesta, o cambiar el ritmo de nuestro baile.
Y esto tiene otra lectura, que nos puede servir cuando ya estemos bien colocados en nuestra vida profesional: podemos convertirnos en esclavos del poder o del que paga; podemos dejar de pensar por nuestra cuenta; podemos convertirnos a la tesis de la neutralidad ideológica, la ambigüedad, el conformismo, la cobardía. Podemos perder el espíritu crítico, si es que algún día lo tuvimos, gracias al modelo de nuestros padres o a la educación de la escuela o de la Universidad.
Un gran dilema el que se plantea en esta redacción, por una parte entran nuestras metas, para seguir adelante, poder avanzar en nuestros propósitos y por otra parte, podemos ser engullidos por ese sistema en el que la mayoría de las personas ya estamos dentro.
Gran post profesor. Acá, los sudacas, tenemos unos clubes o centros culturales que informan sobre el futuro profesional y el trabajo desde el colegio. Gracias a Dios. Hasta hacen simulacros pre-uni-profesionales.
P.D._ No escribí ayer porque todos los peruanos estábamos celebrando a Santa Petronila. Acá el Corpus se celebra el Domingo.
Qué interesante reflexión. Estoy totalmente de acuerdo, pero qué solución práctica tiene este dilema? Los jóvenes deberían estar acompañados de un mentor independiente desde sus primeros años de carrera profesional. Quizás así se evitarían ser engullidos por el sistema tan pronto, y tener capacidad de dirigir sus vidas con coherencia con sus propios principios y valores personales.