Hace tiempo que tengo ganas de hablar del problema de las migraciones, pero tengo más preguntas que respuestas. De modo que voy a empezar a pensar en voz alta, a ver si, entre todos, somos capaces de llegar a algunas conclusiones interesantes.
Para empezar, me parece que hay dos posiciones extremas sobre este tema, y otras muchas intermedias. Una se plantea en términos individuales y humanitarios: “Debemos acogerlos”. La otra lo hace en términos colectivos y políticos: “Esta es nuestra casa, que se marchen”. Dicho así, parece que deben ganar los primeros, ¿no? Es la moral, de un lado, contra el egoísmo, de otro.
Ahora, volvamos a poner ambas posturas en términos políticos. La primera invoca el principio de libertad: toda persona debe ser libre para elegir dónde se quiere instalar, y ese derecho es particularmente apremiante cuando están en juego valores fundamentales, como la vida, en caso de guerra o de represión política; o la supervivencia, en situaciones de hambre; o, simplemente, el derecho a vivir mejor, buscando un entorno en el que uno pueda llevar una vida digna, ofrecer posibilidades a sus hijos, etc.
La segunda invoca el derecho de las comunidades a gobernarse: si el único principio válido es el de la libertad del individuo, ¿dónde queda el gobierno de la comunidad? ¿Puede una persona exigir el derecho a instalarse en cualquier comunidad, sin contar con los derechos de las personas que ya viven en ella? Claro que también podemos preguntarnos: ¿puede una comunidad negar todo derecho a las personas que no forman parte de la misma?
El lector ya se habrá dado cuenta de que he llevado el agua a mi molino: si planteamos las cosas en términos de derechos, lo más probable es que no lleguemos a conclusiones que convenzan a todos. Por eso, detengamos, por ahora, nuestro debate.
Acaba de verse cómo Francia se proclamó campeón gracias a los inmigrantes que obedecieron mejor las reglas técnicas, debido a su condición de «extranjeros». Más agua para su molino, profesor.