En una entrada anterior planteé el tema de las migraciones desde el punto de vista de los derechos: el derecho de la persona a moverse libremente frente al derecho de las comunidades a autoorganizarse y, por tanto, a limitar el principio de libertad.
El lector me dirá que este planteamiento no es válido en la actualidad: cuando un barco repleto de emigrantes, hambrientos y enfermos, se acerca a tus costas, no hay soberanía que valga. Y estoy de acuerdo: cuando una persona está en la cuneta de la carretera, malherida porque ha sufrido un atropello, yo, que paso por allí, no tengo derecho a invocar leyes, instituciones y normas (que venga la policía de carreteras, que le atienda la sanidad pública, que no me ensucie el coche, que no puedan decir que yo le causé nuevas heridas…). La he de atender, me guste o no. Si sé medicina, podré hacer mucho; si no, quizás pueda tratar de consolarla. Pero no puedo mirar a otro lado.
Pero esta manera de ver el problema de los inmigrantes no es la adecuada. Porque el problema que tenemos hoy no es, por ejemplo, el de Suiza cuando los nazis perseguían a los judíos en Alemania y los países vecinos se encontraban en la necesidad de acoger a personas cuya vida corre peligro si no les dejan cruzar la frontera: hay que dejarlos entrar, sí o sí. Hemos de distinguir la llegada de un barco, a cuyos pasajeros hay que acoger, lo mismo que al atropellado, y la probable llegada de miles de inmigrantes, de manera ordenada o no, legales o ilegales.
Porque el barco no es un caso aislado, sino que forma parte de esa marea humana. Y la manera como resolvamos el problema de la marea va a determinar la solución que podamos dar al problema del barco. Y una vez superada la emergencia, la naturaleza del deber cambia: cuando el atropellado va camino del hospital en una ambulancia, yo no me sentiré obligado a acompañarle. O sea: el deber de acoger al que llega en una patera no es el mismo deber que el de recibirle para siempre; este último deber puede existir, pero es distinto del otro.
Quizás nos viene a la cabeza el recuerdo de que todos hemos sido emigrantes. Mis padres lo fueron, en los años veinte del siglo pasado, y en Barcelona hay miles de personas que vinieron en los cuarentas, cincuentas y sesentas. Inmigrantes llenaron los Estados Unidos, y América Latina. Pero aquello era distinto, y conviene tener esto en cuenta, a la hora de analizar nuestro problema hoy.
Porque el entorno demográfico y político era entonces muy distinto. Los españoles que iban a Cuba, a Venezuela o a Argentina hace un siglo, iban a llenar territorios relativamente vacíos, con conocimientos útiles, una cierta homogeneidad cultural y un régimen político que los aceptaba con más o menos alegría, porque los necesitaban. Desde entonces hemos conocido un desarrollo demográfico enorme en todo el mundo, sobre todo en Asia y África, y hemos organizado nuestra convivencia en términos de Naciones-Estado soberanas, con un mandato de sus ciudadanos para atender, principal si no exclusivamente, las necesidades de sus ciudadanos, por encima de las de los de fuera.
Europa, por ejemplo, es hoy un continente rico, en paz, con unos servicios sociales formidables… y un déficit de población enorme. Los motivos de, por ejemplo, los del Próximo Oriente o África para emigrar a Europa no son los mismos que llevaban a los europeos de hace un siglo y medio a cruzar el Atlántico. Y el marco social y político no es el mismo.
Me dirá el lector que… ¡peor para el marco social y político! Bien, pero habrá que convencerles, ¿no? Y, ¿cómo podemos organizar el diálogo?
Sincronizando, profesor. Por ejemplo, si usted dibuja la misma cancha de fútbol, en coordenadas contravariantes, le sale una cancha alargada porque hay puntos a los que demora mucho llegar y otros a los que es inmediato acceder. Es un bonito ejercicio para los entrenadores, pero hay llevarlo a otros terrenos como el de la inmigración. Es mucho más complejo, de acuerdo, pero hay que hacerlo. Lo mismo pasa si se aplica a la programación óptima: el óptimo no es siempre una esquina puede terminar siendo un punto muy próximo a la peor esquina -del método simplex- por ejemplo.