A menudo oímos esta expresión en las organizaciones: «es mejor no hablar de esto». Pasa en las familias, empresas, clubes, grupos de amigos… Según de lo que se trate, puede ser una práctica prudente. A menudo es una forma de «silencio ético», de efectos negativos. En las empresas, por ejemplo, es frecuente cuando la cultura dominante es la de maximizar el valor para el accionista, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. O cuando se aplica el código a rajatabla: el que la hace, la paga, y el que discrepa, que se marche.
¿Por qué se produce ese silencio moral? Peter Verhezen lo explica en un artículo en el Journal of Business Ethics de 2010 (aquí, en inglés). Hay causas culturales: por ejemplo, el paradigma de la maximización del beneficio, mencionado antes, porque no deja espacio para cualquier cuestión moral, que no sea actuar siempre para maximizar el rendimiento económico. O la cultura de lealtad a los jefes: el que se mueve, no sale en la foto.
Hay razones organizativas. Es frecuente que en una empresa se bloquee el disenso: no está permitido discrepar, «no eres uno de los nuestros» si no estás de acuerdo -algo que se practica, a menudo, con los recién incorporados, para que aprendan a decir «sí, jefe» desde el primer día. O que la responsabilidad y la rendición de cuentas funcionan de arriba abajo, sin apartarse la línea jerárquica, que no deja margen para pensar de otra manera. O porque hay barreras para la comunicación horizontal: con los del departamento de al lado, ni se habla. O porque se bloquea al aprendizaje en la organización: somos los mejores; qué suerte has tenido al caer aquí, chaval; todos te apoyaremos… En los procesos de socialización, es frecuente esa manera de «meter» en el equipo a las personas, para evitar que piensen por su cuenta.
Y hay también, claro, razones personales. Cuando uno no se encuentra seguro, cuando tiene mucho que perder si no es admitido en el grupo, cuando uno no tiene una formación suficiente sobre temas morales… mejor es no decir nada, no levantar la voz…
Y así llegamos a la cultura del silencio: ante un abuso, nadie dice nada; ante una política que, al menos, es discutible, nadie pide aclaraciones; si uno tiene sus propios ideales morales, no los presenta; uno no da feed back de sus propias decisiones… Y lo malo de la cultura del silencio es que uno se hace cómplice de las acciones que otros llevan a cabo.
Qué buena entrada profesor. Aunque quisiera referirme a lo que se llama «pecado de omisión», me parece más oportuno hacerlo desde mi experiencia personal. Recuerdo que el 2001 una película nos llevaba a Júpiter en los 70’s, y que otra nos hacía recorrer autopistas aéreas el 2015 en los 80s y llegaron los 90s y explotó la era de las grandes empresas corruptas: ENRON, Arthur A, Odebretch … y todo se estancó como nunca antes había sido. Yo recuerdo que tenía ideas, justo en esa época, que fueron rechazadas por los directivos de ese entorno «profesional» (en que no figuraban amigos como usted, desde luego) y así llegué a Pamplona donde identifiqué que eso era el famoso «aprendizaje negativo»: que termina en que el corrupto rechaza cada vez más rápido lo que más le conviene a la organización. Así que decidí escribir, para que las personas como usted puedan saber que alguna vez existió eso que escribo y muy pocos se hicieron con aplicarlo. Es de agradecer al IESE que cada vez más se contrate a profesores de la talla de Polo y JAPL, además de los que todavía quedan de esas épocas de pre-corrupción-generalizada