¡Pobre ciencia económica! Hablamos mucho de ella, pero no la entendemos. O no queremos entenderla. Leo una noticia periodística sobre la reciente medida legal en España, que obliga a llevar un control de la hora de entrada y salida (incluso salidas ocasionales) de los trabajadores, para ver cuántas horas han trabajado de verdad, con objeto de que, si hace más horas de las señaladas en su contrato o en el convenio colectivo, les paguen la diferencia con recargo, como horas extras.
La noticia se remite a un informe elaborado por el sindicato Comisiones Obreras, que calcula que en España el 7,6% de la mano de obra trabajó el año pasado más horas de las pactadas, lo que supone 11.510 millones de euros que deberían haber cobrado los trabajadores o, si no las hubiesen trabajado, habría dado lugar a 276.000 puestos de trabajo adicionales.
Lo que la ciencia económica convencional dice es que, si sube el coste de la mano de obra, a igualdad de producción, se reduce el empleo, permaneciendo lo demás constante. O sea, si empezamos este año con la misma demanda y precios del año pasado, y hay que pagar más a los empleados por las mismas horas de trabajo, o sea, por la misma producción, los costes son mayores y, una de dos, o los empresarios reducen sus beneficios, o reducen su demanda de trabajo. O sea, se reduce el empleo. O, en la próxima negociación salarial, se resistirán a un aumento.
Pero hay también otras alternativas. Puede que aquellas horas extras no pagadas sean horas poco productivas, como cuentan de algunas empresas de servicios que hacen quedarse a sus trabajadores durante un par de horas cada día, quizás porque se piensan que así son más productivos, o porque a los directivos les gusta llegar tarde a casa. En tal caso, el deber de pagar esas horas como extras, más caras, animará a los directivos a exigir que el mismo trabajo se haga en menos horas. O sea, aumentará la productividad, y no el coste por unidad de producto, que es el que cuenta. La política de controlar las horas y pagar más caras las extraordinarias puede repercutir en una mayor productividad, y esto es bueno.
En otras ocasiones, lo que ocurre es, por ejemplo, que un comercio debe estar abierto más de ocho horas al día, y algunos empleados deben quedarse esas horas extras, sin que les paguen. Exigir ahora ese pago implica subir los costes de mano de obra; si no hay mejoras de productividad, la empresa revisará su demanda de trabajo, o reducirá su jornada. En algunos casos, los empleados se irán a casa con un salario más alto. En otros, perderán su empleo. Y en otros llegarán a un acuerdo con el empleador: tú cobras el sueldo que establecimos desde el principio, trabajas más horas y yo no te las pago. A la larga, el sueldo por jornada se ajustará a las necesidades de las partes.
Lo que quiero decir es que las cifras calculadas antes son un ejercicio mecánico, que no es válido, porque ignora que, en un mercado, hay una oferta y una demanda, y el cambio en las condiciones de trabajo (en este caso, sobre el importe de las horas extras) tiene efectos en una y otra. Algunos empleados ganarán más, otros perderán su empleo, otros reducirán su jornada real sin ganar más, algunas empresas introducirán máquinas a cambio de personas, otras verán reducidos sus beneficios… En fin, la economía tiene explicaciones para todo esto. Pero no son simplistas.
Creo que es un buen comienzo que todos los trabajadores cobren por las horas extras que hacen. SI todo va bien, eso debería repercutir en una mejora de la producción y en que parte de los trabajadores españoles dejen de calentar la silla en el trebajo para cubrir sus horas.
La economía como bien dice tiene una explicación, al igual que lo tienen las irregularidades laborales. En España, se ha dado por hecho que en muchos de los sectores el único contrato que existe es el precario y cuando se reclaman los derechos obtenidos se alude al mal devenir de la economía. No siempre es así.