Perdone el lector, pero voy a pedalear un rato, a propósito de la queja de que en nuestra sociedad hay mucha gente que trabaja demasiado, a pesar de los avances tecnológicos y de la mejora del nivel de vida.
«¡Alto ahí!», me dice el lector, «el problema no es que algunos trabajen mucho, sino que el trabajo está mal repartido, porque hay otros que no pueden trabajar nada». De acuerdo. Pero es un hecho que algunas personas trabajan mucho.
Y hay muchas explicaciones para esto. Una es que trabajar es más divertido que estar en casa, aburrido mirando el móvil, como los demás de la familia, o, lo que parece que es peor, teniendo que ayudar en casa, preparar la cena, meter a los niños en la cama, soportar a la suegra (si vive contigo)… En términos económicos, diría que el trabajo es una alternativa al ocio, que no resulta mal parada cuando se tienen en cuenta todos los factores. Podemos decir que es una elección equivocada, fruto de una función de preferencias mal formada, pero nos contestarán que «de gustibus non est disputandum», sobre gustos no hay disputa…
Pero la tecnología puede tener algo que ver en todo esto. Leo en la web de The Atlantic un artículo en que explica que las nuevas tecnologías traen lo que Leamer y Rodrigo llaman «neuromanufacturas», como alternativa a las «manufacturas»: trabajar colgado de internet es más cómodo, por ejemplo, que hacerlo en una cadena de montaje o, con un ejemplo que el artículo menciona, sacando grasa de ballena de entre los cadáveres de cetáceos amontonados en una playa. Porque, además, internet está abierto todo el día, y no necesitas desplazarte al trabajo cada mañana y volver cada tarde. ¡Se ha inaugurado la fábrica siempre abierta!
La tecnología lleva consigo también una nueva competencia. Si trabajas en una consultora, tu productividad no se mide con relación a la de la mesa de al lado, sino a la de todos los empleados de todas las consultoras del mundo. Por eso, Kuhn y Lozano explican que el premio (medido por aumento de ingresos) por trabajar jornadas más largas se ha incrementado desde 1980 en Estados Unidos para los empleados con mayores cualificaciones, no para los no cualificados. De modo que el sobre-trabajo es, dicen, como una carrera de armamentos entre trabajadores con parecidos talentos en todo el mundo. Y basta que unos pocos alarguen su jornada para que todos los demás tengan que hacerlo. Las neuromanufacturas, dice el artículo mencionado, son más seguras, más confortables y, a menudo, más divertidas que la mayoría de los trabajos del siglo veinte y de los anteriores.
El artículo acaba con una comentario adicional: en las encuestas sobre lo que desean los jóvenes que buscan un empleo, la respuesta más frecuente es «tener un empleo o una carrera en el que disfruto». No es llevar una vida más equilibrada y variada.
Y aquí quería llegar. Cuando criticamos las excesivas horas de trabajo en según qué profesiones censuramos a los consultores, despachos de abogados o bancos porque imponen una forma de esclavitud a sus empleados, sobre todo a los que empiezan -lo que implica que, una vez que ellos han aprendido, cambiar de hábitos les resultará mucho más difícil; o sea, la esclavitud se prolongará toda la vida, hasta el choque abrupto que representará la jubilación forzosa. Las consideraciones que he hecho antes me llevan a pensar que esa explicación no incluye todo lo que es relevante. Y que la solución no es pedir a los empleados que planten cara a sus jefes, diciendo que «a las 7 me voy a casa. Punto».
Como bien indica, en muchas ocasiones el trabajo puede llegar a convertirse en un segundo ocio, ya que en muchas ocasiones implica el desplazamiento de tareas cotidianas que para muchos, pueden resultar menos agradables que la propia extensión de la jornada laboral.
El problema reside en que, en ocasiones, no somos capaces de darnos cuenta de que esas tareas rutinarias también forman parte de la vida de toda persona adulta, y que, -aunque no son especialmente entretenidas-, albergan momentos de desconexión que son necesarios para un correcto rendimiento laboral.
No debemos olvidar que, las obligaciones no terminan «al sonar la campana», y que lo malo no es tan malo; ni lo bueno tan bueno.
Muchas gracias por su artículo Profesor,
Insistiré en la sincronía profesor. Es el secreto de la vida material (el DNA) según nos lo repetía Polo innumerables veces. Pero la sincronía es levógira en nuestro planeta. Hay que saber respetar esa preferencia espacio-temporal. Hay muchas cosas que no sabemos y menos aun los jóvenes que tienen que buscar en el diccionario esas palabrotas nuevas. Y el concepto asociado (a levógiro me refiero) debió ser el primero en aprenderse de niño. No sé qué nos ha pasado. En español se dice «carrera de caballos, parada de borricos», al menos en Lima se usa mucho. Espero que el dicho pase a ser menos importante que el concepto de levógiro en pocos años… y no al revés