Leí días atrás un artículo, bastante técnico, sobre cómo la pandemia había afectado al perfeccionismo, al volver a poner a muchas personas en un entorno distinto del que tenían, sin algunos controles, por ejemplo de los superiores en el trabajo, y metidos en las cosas bonitas de la vida ordinaria: hacer la comida, pasear, hablar, leer… Y pensé que debe haber mucha gente que es perfeccionista, de una manera o de otra, que necesitan triunfar, agradar, ser aplaudidos…
A veces son los padres los que nos hacen así, por su preocupación de qué hará su hijo o hija en el futuro, cómo puede ser más competitivo o competitiva… Y así es probable que mucha gente joven tienda a medir su valor con medidas externas: popularidad, éxito profesional, resultados académicos o deportivos… Y cuando no llegan a ese estándar, sienten vergüenza y humillación. Pero también hay perfeccionistas que se ponen ellos mismos el estándar, elevado, a menudo imposible de alcanzar. Y decía el autor de aquel artículo que «si siempre tratas de hacer de tu vida lo que quieres que sea, no estás viviendo la vida que tienes».
Hay perfeccionistas auto-orientados a la perfección; otros que necesitan responder a las expectativas de los otros, y otros que vuelcan sobre los demás su propia insatisfacción, encontrando fallos y errores en todo lo que los demás hacen.
En el otro extremo de la escala están los que trabajan mal, los que no cuidan su línea o su presentación, los que se conforman con ir tirando en todo… Y en medio está la gente ordinaria pero buena, que trata de hacer las cosas bien, pero que sabe que muchas veces no lo conseguirá, y que empieza cada mañana con el propósito de tratar de conseguirlo hoy… para llegar a la noche con la impresión de que tampoco lo ha conseguido, pero que no pasa nada, que mañana lo volverá a probar. Personas humildes, que conocen sus capacidades y sus limitaciones, que escuchan las opiniones de los demás pero no se dejan deprimir por sus críticas, que cuidan los pequeños detalles porque saben que las cosas grandes, heroicas, no estarán, habitualmente, a su alcance. Gente con la que da gusta trabajar y convivir, ¿no?
Buen contenido, no suelo fiarme del elogio en exceso.
El elogio, depende de quién lo utilice, puede ser un arma de doble filo.
La alabanza es un poderoso motivador. Se puede utilizar para alentar y motivar a las personas a mejorar. También se puede utilizar como una forma de mostrar respeto y admiración por el trabajo de alguien.
No debemos pensar en los elogios como una recompensa o algo que se da solo cuando las personas hacen algo extraordinario. Se deben elogiar con más frecuencia, incluso por los logros más pequeños, porque hará que las personas se sientan valoradas y respetadas.
Es importante aprender de aquellos que son menos afortunados que nosotros, para que podamos crecer en humildad y ser más recíprocos en nuestras interacciones con los demás.
El elogio de la gente común no es un fenómeno nuevo. Ha existido durante siglos. Los antiguos griegos y romanos, por ejemplo, creían que los dioses estarían complacidos con las alabanzas de la gente común. El elogio de la gente común no es un fenómeno nuevo. Ha existido durante siglos. Los antiguos griegos y romanos, por ejemplo, creían que los dioses estarían complacidos con las alabanzas de la gente común. El elogio de la gente común no es un fenómeno nuevo. Ha existido durante siglos. Los antiguos griegos y romanos, por ejemplo, creían que los dioses estarían complacidos con las alabanzas de la gente común. No existe tal cosa como gente «común» en este sentido porque todos están conectados con la sociedad.