A estas alturas de la vida, está claro que hay muchas teorías éticas, con diversos puntos de vista y diversos desarrollos: éticas de virtudes, orientadas unas veces al desarrollo humano completo de las personas, y otras a un ejercicio de autodominio; éticas de normas, unas de fundamento kantiano (procura que tu criterio de decisión pueda convertirse en una norma universal) y otras basadas en derechos naturales o en el sentido común; éticas de bienes, hedonistas o utilitaristas; éticas dialógicas, comunitaristas, feministas, del cuidado y un largo etcétera, hasta al pluralismo ético: cualquier ética es buena.
No he hecho una encuesta sobre qué ética se utiliza más en el mundo de las empresas, pero me parece que dominan éticas utilitaristas y las éticas racionalistas, de corte deontologista: para entendernos, éticas basadas en normas que tratan de conseguir consensos en su utilización. A las empresas les viene muy bien tener un código ético, un código de buena conducta o un conjunto de principios que se aplica ampliamente a los procesos de toma de decisiones en la organización. De este modo, está todo claro (si los documentos están bien preparados, claro), porque es fácil saber qué se debe hacer, qué se puede hacer y qué no se puede hacer. Los procedimientos quedan claros, y eso es lo importante.
El problema es que las normas no pueden llegar a todo. Lo que en unas circunstancias puede ser bueno, en otras puede no serlo, porque afecta a las personas, de dentro y de fuera de la organización. Como dicen los filósofos clásicos, «no hay una ciencia ética de los casos concretos», es decir, en una situación concreta se puede saber lo que dice la norma, pero eso puede no coincidir con lo que, en esa situación concreta, es bueno o malo, mejor o peor. Al final, hemos de acabar en el ejercicio de las virtudes, que no es una cuestión solo de normas.