He de agradecer a Emery Koenig y Michael Naughton que me han ayudado a entender otra manera de presentar el principio de subsidiaridad, en un reciente artículo de la Business and Society Review. Para mí, subsidiaridad era un principio, cuyo origen está en la Doctrina Social de la Iglesia, por el que hay que respetar la autonomía de las personas o de las instituciones, de modo que lo que pueda hacer el inferior (el empleado, la comunidad local, etc.) no lo debe hacer el superior (el jefe, el gobierno regional o nacional, etc.). Ese artículo, a propósito de la atención que se presta ahora a los temas de diversidad, equidad e inclusión (DEI), ofrece una interpretación complementaria, o quizás previa.
El líder debe reconocer (conocer de nuevo) la diversidad de dones, talentos, habilidades, capacidades, contribuciones, experiencias y perspectivas de sus empleados o de los potenciales empleados. Y, una vez reconocido esto, necesita coordinar (con orden) la diversidad de dones que hacen falta para cumplir la misión de la empresa y asegurar la unidad de la institución y lo que es bueno para la sociedad. En definitiva, crea una cultura en la que se reconocen, celebran y premian (no necesariamente con dinero) las capacidades y valores de las personas.
Una consecuencia de lo anterior es que los que dirigen deben poner la toma de decisiones en el nivel más bajo posible de la empresa, donde tiene lugar ese conocimiento de las personas, como he dicho más arriba. Y de ahí se derivan otras consecuencias, como la de dar frecuente feedback a los empleados, tanto sobre lo que no han hecho bien como, sobre todo, sobre lo que deben hacer para crecer como personas y contribuir al bien de la empresa y de la sociedad.