Robo el título de esta entrada a mi compañero del IESE Ricardo Calleja, que tituló así un artículo publicado hace meses en ABC. Un buen trabajo, afirmaba Ricardo, cumple tres requisitos en el plano funcional: no hace daño al trabajador ni a los demás, es útil para alguien, y permite al trabajador ganarse la vida para él mismo y para los suyos. Pero en un buen trabajo hay mucho más.
El trabajo transforma el mundo: cuando acabo mi jornada laboral, hay algo distinto, algunos bienes producidos o algunos servicios prestados. Pero transforma también a la persona: lo he pasado bien, he disfrutado con mi tarea, he aprendido cosas, he desarrollado mis capacidades, me he relacionado con algunas personas… con mi esfuerzo y mi compromiso he aportado algo al mundo. Esa aportación contribuye también al buen trabajo. Me he convertido, poco o mucho, en mejor persona, y he contribuido a que a mi alrededor haya alguien que se ha beneficiado de ello. Quizás no he quedado del todo satisfecho, pero he aportado algo útil, y esto me ha hecho mejor a mí. He aprendido a disfrutar de ser útil a los demás. En definitivo, mi trabajo ha sido bueno no solo en sentido instrumental, sino también ha sido un bien intrínseco, una parte de la vida buena que constituye mi dignidad personal y permite crear relaciones significativas con otros.
Calleja sale al paso de una frase que escuchamos a veces en el ámbito laboral: me gusta tanto este trabajo que lo haría aunque no me pagasen. Porque esto se aplica también al juego, que se parece mucho al trabajo, aunque le falta una dimensión importante: el trabajo es un servicio a otros, un servicio útil, riguroso, fiable…
Uno de los puntos clave es que el trabajo no solo debe ser funcional, es decir, cumplir con ciertos requisitos básicos como no causar daño y ser útil, sino que también debe ser una fuente de satisfacción y crecimiento personal como bien se indica.