El comercio libre es bueno. ¿O no?

Uwe Reinhardt, profesor de Economía en la Universidad de Princeton, escribe en el New York Times del 18 de febrero un artículo sobre cuán convincentes son los argumentos acerca del libre comercio (verlo aquí, en inglés). Explica la teoría, con un ejemplo que los norteamericanos entenderán muy bien, al menos en invierno: voy a salir de casa, y la nieve bloquea la entrada del garaje. Estaría dispuesto a pagar 40 dólares a quien la limpie; el hijo de mi vecino se ofrece a hacerlo por 20$; si le doy 30, él sale ganando y yo también.

Pero viene el hijo de otro vecino y se ofrece a hacerlo por 10$. Si le pago 15, él estará feliz, y yo también. Pero el que no estará tan feliz es el que se ofreció a sacar la nieve por 20$. ¿Tiene sentido que me prohíban pagar 15 al recién contratado? Reinhardt concluye que la mayoría de norteamericanos dirán que no: la competencia está para esto, para dar una oportunidad a todo el que quiere ganarse la vida.

Pero luego el artículo pasa de la limpieza de la nieve a la venta de pañuelos de cuello, y del mercado local al global: un fabricante norteamericano los ofrece a 50$; uno chino, a 35. ¿Debo votar otra vez en favor del libre comercio? De nuevo se plantea la cuestión de si mi vecino tienen más derecho que un chino, que necesita más urgentemente mi dinero, y que está dispuesto a trabajar por un salario menor.

Las discusiones sobre si el libre comercio es mejor o peor nos llevan, en definitiva, a tres cuestiones:

  • ¿Hay derechos preferentes sobre un puesto de trabajo o la fabricación de un bien? El primero que entró en el mercado (el hijo del primer vecino, el fabricante norteamericano de pañuelos), ¿tiene un derecho preferencial por ser el primero? ¿Le dimos nosotros garantías de que tendría ese derecho, de modo que aceptar ahora la otra oferta sería una injusticia?
  • Los economistas decimos que, a la larga, el libre mercado es mejor para todos. El fabricante norteamericano de pañuelos, que tiene mejor tecnología y mano de obra más cualificada, podrá producir otras cosas, de más valor para sus conciudadanos y para los chinos. Todos salimos ganando. Pero no inmediatamente: de entrada, el fabircante de Estados Unidos pierde parte de su negocio de pañuelos de cuello, tendrá que llevar a cabo nuevas inversiones, quizás tendrá que re-cualificar a sus trabajadores… El problema es, pues, quién carga con los costes de adaptación a las nuevas condiciones de la competencia: el consumidor, que se ve obligado a pagar más por el pañuelo, si prohíben las importaciones de China; el fabricante chino, que ve negada su entrada en el mercado estadounidense; o el contribuyente norteamericano, que tiene que pagar más impuestos para que su gobierno ayude al fabricante de su país. Planteado en estos términos, la cuestión de si justo o no que el fabricante de Estados Unidos salga perdiendo no es tan fácil.
  • Si aceptamos que el fabricante norteamericano tiene derecho a no salir perdiendo, a corto plazo, ¿cuál será el momento adecuado para exigirle que se adapte a las nuevas condiciones de la competencia? Porque no tiene sentido prohibir para siempre la entrada de pañuelos chinos: tarde o temprano, habrá que hacer la reconversión.

 

Antonio Argandoña es Profesor Emérito de Economía del IESE.