Los héroes no nacen, se hacen

En los libros de ética suele ponerse un mini-caso para ayudar a reflexionar sobre las decisiones éticas. Suponga, dicen, que pasa usted al lado de un canal, cuando ve que un niño que no sabe nadar cae al agua. No hay nadie por allí; no hay barcas ni salvavidas; no hay tiempo para llamar a los bomberos. Usted sabe nadar; la corriente es fuerte, pero usted puede sobrevivir bien en ella, y quizás también sujetando al niño. Su traje es nuevo, y tiene cierta prisa en llegar a una reunión de negocios importante. ¿Debe usted lanzarse al agua?

La respuesta suele ser que sí, que usted debe lanzarse. Lo que no suelen preguntar los libros de ética es si tendrá usted la fuerza de voluntad para poner en peligro su vida -y, desde luego, su reunión de negocios y su traje nuevo- por salvar al niño que, además, ha actuado con imprudencia.

En la central nuclear de Fukushima, en Japón, hay un grupo de trabajadores -ingenieros y personal de la central y de empresas subcontratadas- que han aceptado el riesgo -cierto y muy alto- que supone las radiaciones que están recibiendo, para tratar de solucionar los problemas y evitar daños mayores a millones de personas. Ellos pueden pensar, como el protagonista del salvamento del niño, ¿por qué yo? Pues porque ellos están allí, ellos saben lo que hay que hacer, ellos pueden hacerlo, y si no lo hacen ellos no lo harán otros o, al menos, no lo harán tan bien, ni tan a tiempo como ellos. Y, sobre todo, porque «alguien» les ha enseñado, a lo largo de su vida, a tomar esas pequeñas decisiones que les han llevado a contestar: «De acuerdo, yo lo haré».

Y, seguro, no son unos desgraciados porque les haya «tocado a ellos» -cosa que, también seguro, no entenderán los que han aprendido, a lo largo de su vida, a quitarse de encima los problemas que afectan a los demás.

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