Aviso al lector: lo que sigue puede herir susceptibilidades. Porque la confluencia entre religión y política no suele ser pacífica.
Doug Bandow (ver foto) escribe en Forbes el 29 de marzo un artículo sobre «El equilibrio en el presupuesto federal: ¿Qué partidas recortaría Jesús?» (ver aquí artículo en inglés). Bandow es lo que en Europa llamaríamos un liberal (en Estados Unidos un liberal es lo que un socialista o un socialdemocráta a este lado del Atlántico). Su artículo es sobre política: una crítica a las propuestas socialistas, centrada, en este caso, en los «evangélicos de izquierdas». Hay que recortar el presupuesto, en Estados Unidos como en España, y las izquierdas de inspiración religiosa dicen que muy bien, pero «no en los programas sociales». Y dan, para ello, argumentos religiosos.
Por supuesto, en los planteamientos políticos puede y debe estar presente la religión, que afecta a toda la vida de las personas, no sólo a lo que pasa en el templo, en la sinagoga o en la mezquita. Pero una cosa es la política y otra la religión. La política trata de la gestión de los asuntos públicos, y en ella deben tener cabida argumentos religiosos, pero no sólo esos argumentos, porque estamos hablando del «arte de lo posible».
Un ejemplo puede servirnos para entender esto. La religión (cristiana, por ejemplo) nos invita a preocuparnos activamente por los pobres: no es compatible con su dignidad, ni con la nuestra, dejar que sufran privaciones intolerables. Toda sociedad justa debería preocuparse por la situación de las personas marginadas y sin recursos. En esto coinciden, lógicamente, la religión y la política social. ¿Cuál es la mejor manera de poner esto en práctica? Aquí las soluciones pueden ser muy distintas.
Una política de promoción del empleo y el crecimiento económico serviría para cumplir aquel objetivo. Ésta sería la receta liberal (en el sentido europeo). Pero presentaría problemas. Es probable, por ejemplo, que deje a algunos descolgados de esa prosperidad, y no soluciona los problemas transitorios de personas que se quedan en el paro o sufren desgracias no cubiertas por los seguros ordinarios.
Pensemos, pues, en otras alternativas o complementos a esa política. Por ejemplo, una política de rentas mínimas: a todo ciudadano se le proporciona un mínimo de ingresos que garantice que nunca pase hambre. Ésta sería una receta, digamos, socialdemócrata. Pero aquí también aparecerán problemas. Esa renta se ha de cubrir con impuestos, que gravan las actividades productivas, lo que reduciría el nivel de vida de todos y, quizás también las mismas posibilidades de atender las necesidades mínimas de todos. Si a todo el mundo se le ofrece una renta mínima, es posible que más de uno decida dejar de trabajar y, por tanto, dejar de contribuir a la posperidad general, lo que sería injusto, además de ineficiente. Y es probable que la gente se aficione a la renta mínima, y pida que la eleven, de modo que se traicionaría la motivación misma del programa.
Moraleja: la religión llama la atención sobre aspectos de nuestra vida que merecen ser considerados, sea cual sea nuestra organización política, nuestra historia y nuestra cultura. Pero la religión no dicta soluciones concretas a esos problemas: no hay soluciones «cristianas» al hambre, a la pobreza o al paro. Por eso, a la hora de reducir el gasto público, debemos reclamar dos cosas: no nos olvidemos de los que hoy sufren necesidad, y no dejemos de pensar en cómo solucionar esa necesidad en el futuro, de manera más humana y eficiente. Pero esto no quiere decir que debamos mantener las políticas hoy vigentes, ni mucho menos las partidas presupuestarias vigentes hasta el año pasado. Y, finalmente, como dice Bandow, «no debemos suponer que Dios está de nuestro lado en las dividiones políticas».