Hace tiempo que vengo pensando en escribir sobre el comercio de proximidad: ya saben, eso de que es mejor comprar productos de la zona en que uno vive que los que vienen de lejos. Hay varios argumentos para ello. Uno, muy frecuente, es el ecológico: ahorrando en transporte, reducimos el uso de energía, la contaminación, etc. Otro, digamos social o humano: ayudamos a las explotaciones agrícolas de nuestro entorno y a las fábricas locales, que tienen muy difícil competir con los chinos, los brasileños o los indonesios.
Me parece bien. Pero me plantea una pregunta: ¿qué habría pasado con la humanidad si hubiésemos aplicado ese criterio desde los tiempos de Adán y Eva? Pues… que seguiríamos viviendo en cavernas, cazando mamuts y alimentándonos con las pobres cosechas que ofrecerían nuestras tierras. O, por decirlo de otra manera: ¿qué nos habría pasado a nosotros, los españoles, si en los años sesenta del siglo pasado nuestros vecinos europeos hubiesen seguido comprando ropa francesa o frutas suizas, o veraneando en los alrededores de Hamburgo? Que nosotros todavía no habríamos llegado al coche utilitario, y mucho menos al televisor con pantalla de plasma. Y, por poner una tercera pregunta, ¿qué futuro tienen los habitantes de Etiopía o del Nepal, si nosotros compramos solo los productos de nuestro pueblo?
Moralejas. Una: el bienestar de la humanidad no se acaba en la comarca. Las decisiones de consumo responsable deben considerar también el bienestar de los demás, también de los que están lejos de nosotros, sobre todo si son mucho más pobres que nosotros. Otra: la ciencia económica quizás sea perversa y peligrosa, pero nos dice también cosas sobre cómo viven los humanos. No pretendo que los partidarios del comercio de proximidad se conviertan en fervorosos neoclásicos, pero no vendría mal abrir un diálogo entre unos y otros. Y la tercera, para no alargarme demasiado: No se puede ser parcialmente responsable. Esta es una actitud humana, que debe abarcar toda la vida.