Leí hace tiempo esta historia en el Magazine de la BBC. Un famoso juez australiano, con muchos títulos y honores, persona de amplio reconocimiento mundial, recibió un día (corría el año 2006) un aviso de multa del equivalente a 36 libras esterlinas, por haber superado la velocidad máxima permitida en 6 millas por horas (nada peligroso para la seguridad del tráfrico, desde luego). Le debió parecer que no había para tanto, e inventó una pequeña mentira: ese día él no había usado el coche, porque se lo había prestado a una profesora norteamericana, Theresa Brennan, que le había visitado. El juez que le debía sancionar dio por buena la explicación y anuló la multa.
Pero un periodista se puso a buscar quién era esa profesora Brennan, y llegó a la conclusión de que no existía. El profesor explicó que no era «esa» Theresa Brennan, sino otra. Pero no parecía creíble. Entonces explicó que él no podía haber conducido su coche aquel día, porque utilizó el de su madre, de 94 años. Lamentablemente para él, el parking de su madre tenía cámaras de seguridad, y se pudo comprobar que el coche no había salido a la calle en todo el día.
Abreviando. Al juez le cayeron tres años, por perjurio (dos de ellos sin permiso para salir de la cárcel). Y, lo que es peor, cuando llamó a su madre para decirle: «Mamá, ¿recuerdas que me prestaste tu coche ese día?», su madre le contestó: «Hijo, ¿en qué lío te has metido?».
Moraleja uno: si eres un juez, que debe defender la verdad por encima de todo, no digas una mentira. Moraleja dos: si dices una mentira y se comprueba que es mentira, reconócelo y ya está. Moraleja tres: lo más seguro es no decir nunca una mentira. Hay otras moralejas, pero no quiero convertir este post, que pretende ser simpático, en un tratado de ética.