Walter Weis escribe una carta al editor del Financial Times sobre «el alto coste de estas solo con tus pensamientos en el coche» (aquí, en inglés). Lo llamo meditación, porque tiene algo de reflexión pausada sobre el uso de los automóviles en Estados Unidos, a propósito de un artículo de Lucy Kellaway sobre el precio (ahora muy alto) de la gasolina en aquel país. Del lado de la oferta, las compañías mantienen un precio alto, que aumenta sus beneficios, pero no tan alto como para invitar a los consumidores a buscar energías alternativas. Del lado de la demanda, dice, los norteamericanos están felices de ir a trabajar en su coche, porque esto les permite estar a solas con sus pensamientos. El resultado, claro, es gasolina cara, que limita la renta disponible para otros gastos y el crecimiento del país.
Weis defiende el transporte público, que ahora gasolina y modera su precio. Pero esto solo es posible en las ciudades. «Un residente de Nueva York, afirma, gasta per capita cuatro veces menos petróleo que un residente de Wyoming, principalmente por el mayor uso del transporte colectivo en Nueva York». Y concluye: «si queremos bajar el precio de la gasolina, hemos de salir del coche».
Bueno, quizás las cosas no sean tan sencillas, pero Weis tiene razón. Claro que ningún ciudadano de Wyoming tiene incentivos para dejar de usar el coche, porque, primero, no tiene un buen sistema de transporte colectivo, y segundo, el impacto que su ahorro de gasolina supone sobre el conjunto del país es insignificante. Una vez más, es un problema de incentivos.