Gillian Tett escribe un interesante artículo en el Financial Times de hoy («A crumb of comfort for investors», en inglés, aquí). Bueno, el mérito no es solo suyo, sino de un informe de Merrill Lynch, que tira la piedra y no esconde la mano. Su objeto es hacer pensar a los financieros: inversores, analistas, instituciones, banqueros, directivos,…
- Estamos en un mundo en el que no hay un líder, ni un grupo de líderes, que sean capaces de actuar com «salvadores del mundo» en caso de catástrofe (financiera, sobre todo). Por tanto, no hay alguien «encargado» de proporcionar confianza a los mercados.
- La deuda soberana no es, no puede ser, el paradigma de activo sin riesgo. Hay muchas empresas cuya deuda es más segura que la de los gobiernos, por la mayor diversificación de sus riesgos, por su transparencia, etc. Claro que esto no se aplica a todas las empresas, lo que traslada la carga, de algún modo, a las agencias de rating (¡oh!, pero, ¿podemos volver a confiar en ellas? No, please!) y a los analistas (y repitan, multiplicados, los gritos de alarma que acabo de escribir).
- Nos hemos acostumbrado, durante décadas, a manejar las finanzas con números, dice Gillian Tett. Y va y resulta que ahora tenemos que utilizar conceptos ambiguos, como gobernanza, credibilidad, transparencia, responsabilidad,… ¿Cómo se hace eso? Porque incluso los que trabajan sobre reputación o responsabilidad social corporativa tratan de representarlas mediante un número,… Mal vamos.
- «Pocas veces la política ha sido más importante para los inversores y, sin embargo, parece impotente. El oficio del gobierno ha llegado a ser defensivo, reactivo, de mente pequeñita y profundamente frustrante cuando se le observa. Si usted no está seguro sobre esto, párese a pensar en las cumbres sin fin de la Eurozona o en los debates fiscales en los Estados Unidos».
- Tett concluye que, a pesar de todo esto, hay analistas e inversores (no cita a los académicos) que tratan de ajustarse a las nuevas circunstancias. Esto me lleva a pensar que, como siempre, una situación de crisis hace aflorar nuevas ideas, que acaban imponiéndose a las antiguas, pero, eso sí, al cabo de los años. Quizás de una generación. O dos.