El término «querencias» lo utilizaba Antonio Valero, el primer Director General del IESE y un revolucionario en la concepción de la política de empresa. Querencias es un término muy utilizado en el mundo de los toros: si un toro tiene querencia a tablas, quiere decir que no se dejará torear en el centro de la plaza. Y el torero tiene que identificar esas querencias, porque su manera de manejar al toro tiene que ser diferente si se lo puede llevar lejos de las barreras o si tiene que hacerlo pegado a ellas.
Antonio Valero se refería a las querencias del directivo. Hubiese podido llamarlas preferencias, pero en la España de los años sesenta el término se entendía muy bien. Una querencia no es una manía; quizás es más una preferencia, o una manera de actuar. Para entender lo que hace una empresa, hay que conocer las querencias de sus directivos, en especial del que ocupa el más alto lugar en la escala, porque ellas influirán en toda la organización. Si el alto directivo tiene querencia por el mercado latinoamericano, allí acabaremos, nos guste o no a los demás. Y eso no tiene por qué ser una irracionalidad, porque en el arte de dirigir (nótese lo del arte, no de la ciencia) no hay nada escrito (el determinismo no existe), y hay margen, a menudo mucho margen, para hacer una cosa u otra.
En el mundo de la Responsabilidad Social (RS) las querencias sin importantes. Si el jefe tiene querencia por las políticas laborales, aquí se dirigirá una parte importante de su actividad de RS. Si le caen bien los niños, es probable que la filantropía de la empresa vaya dirigida a ese segmento de la población. Y esto no tiene nada de malo, si no le lleva a incurrir en ineficiencias manifiestas, o en injusticias.
Una consecuencia de lo anterior es que la RS no será nunca del todo homogénea. Habrá diferencias entre países, entre culturas y entre directivos. E, insisto, esto no tiene por qué ser malo.