¿Por qué hacemos las cosas? Los economistas solemos fijarnos en un reducido paquete de motivaciones: el interés personal en los individuos, la maximización del beneficio en las empresas, la optimización del poder en los políticos… Bueno, algo de eso hay. Pero todos tenemos muchas motivaciones distintas, que aparecen simultáneamente en nuestras decisiones, quizás de formas cambiantes, incluso a lo largo del tiempo. Uno puede ir a trabajar por la mañana porque es su deber, continúa haciéndolo a media mañana por el qué dirán de sus colegas, trata de contentar a sus jefes a mediodía, y aguanta hasta última hora de la tarde por el prurito de ser el mejor. Y si no tenemos en cuenta esa variedad de motivos, nuestra interpretación de la conducta de las personas será equivocada. Pensar que todo lo que motiva a los trabajadores es el salario o la amenaza del despido es un error.
Hace unos días, el 20 de diciembre, la versión en papel del Financial Times, edición europea, publicó un artículo de Benedicto XVI titulado «A time for Christians to engage with the world» (aquí, en inglés). Hay un párrafo de ese artículo que me llamó la atención, porque es una explicación de por qué los cristianos actúan (actuamos) de determinadas maneras. Maneras que no son distintas de los demás –por eso el Papa insta a los cristianos a entrar a fondo en todos los asuntos humanos–, pero que tienen motivaciones adicionales: las mismas que los demás, probablemente, más alguna otra. Por ejemplo, dice que «los cristianos combaten la pobreza porque reconocen la dignidad suprema de cada ser humano, creado a imagen de Dios y destinado a una vida eterna». O sea, combatimos la pobreza para conseguir un mundo más justo, para mejorar el nivel de vida de todos, para aumentar la eficiencia, para corregir desigualdades intolerables… pero también por una razón más profunda, que apunta a una manera de ver al hombre que lo pone por encima de cuestiones meramente económicas.
«Trabajan por un reparto más equitativo de los recursos de la tierra, sigue diciendo Benedicto XVI, porque creen que, como administradores de la creación, que tenemos un deber de cuidar de los más débiles y vulnerables. Los cristianos resisten a la codicia y la explotación por su convicción de que la generosidad y el amor desinteresado, que enseñó Jesús de Nazaret, son medios que llevan a una vida plena. La creencia en el destino trascendente de todos los seres humanos da urgencia a la tarea de promover la paz y la justicia para todos». O sea, los cristianos no hacen cosas diferentes: las hacen por otras razones, o mejor, por las mismas razones que los demás, más algunas razones adicionales.
Por eso, tratar de arrinconar a los cristianos fuera de los debates públicos porque piensan de manera distinta es, por lo menos, injusto. Y lleva a descuidar argumentos nuevos sobre los problemas de la sociedad. Supongamos que el ser humano merece esa dignidad que defienden los cristianos: si no les escuchamos en los debates sobre la pobreza a los que aludía el Papa, perderemos un punto de vista relevante sobre el problema. Porque, por ejemplo, limitaremos la lucha contra la pobreza a proporcionarles medios materiales, con el riesgo de degradar su dignidad, porque no contaremos con ellos para la solución de su problema, porque no les haremos protagonistas de su vida. Y, seguramente, estaremos creando una sociedad menos humana.
Una idea muy romántica pero que lamentablemente no encaja muy bien con la sociedad actual en la que prima el interés del individuo.