Todo el mundo critica a las multinacionales que manipulan sus cuentas –dentro de la legalidad, dicen ellas– para colocar sus beneficios donde paguen menos impuestos. Es injusto, ilegal, inmoral, insolidario y muchas más cosas, decimos. Bueno, luego usted y yo le decimos al del taller de reparación del automóvil que nos haga la factura sin IVA, o tratamos de que las cuentas de nuestro impuesto sobre la renta sean menos gravosas –dentro de la ley, claro, o incluso un poco fuera de la ley, si la posibilidad de que nos descubran es pequeña y/o la penalización posible no es muy grande.
Lógico, oiga. ¿A quién pagamos los impuestos? ¿A políticos corruptos y a gobiernos ineficaces, para que, a su vez, construyan AVEs para que nadie los use, o paguen el seguro de desempleo a los que siguen trabajando en la economía subterránea?
¡Claro!: tenemos muchas razones para no pagar nuestros impuestos. La primera, y probablemente la única «de verdad»: que no pagar impuestos me favorece a mí. Claro que alguien saldrá perjudicado, pero… –apunte el lector, porque los argumentos son muchos–: el perjudicado no se merece que le ayudemos (la culpa es suya), no sabemos quién es (ojos que no ven, corazón que no siente), todos lo hacemos (luego no debe ser tan malo), yo me lo merezco más que ellos (la caridad bien entendida empieza por uno mismo… y acaba en uno mismo, claro), no me parece justo tener que reducir mi nivel de vida para pagar impuestos, todo esto son pecadillos pequeños y justificables, ¡si supiese usted lo que hacen los demás!…Y, en el caso de las empresas que mencionaba al principio: mi obligación es maximizar el beneficio, no puedo competir con las demás empresas si ellas no pagan impuestos y yo sí, la ley del mercado es la ley de la selva, mi remuneración depende de los beneficios de la empresa…
Todo esto es muy conocido: se llama tácticas de racionalización. Entrar por esta vía es garantía de que nunca encontraremos una salida, porque, precisamente, esas tácticas pretenden enmarañar los problemas para que, al final, resulte lo que a nosotros nos interesa. Y esto lo solemos hacer muy bien. Por ejemplo, cuando empezamos con una contabilidad de cuánto me dan a cambio de lo que yo pago: o es usted un altruista nato, o siempre encontrará razones para pagar menos.
Me parece que todo esto tiene que ver con la deriva individualista de nuestra sociedad, que se convierte así en una reunión de personas separadas, que van cada una a su bola, y solo se ponen de acuerdo en lo necesario para que cada una siga ganando. Esto puede funcionar cuando las cosas van bien: todos ganamos, de modo que… sigamos adelante. Pero empieza a fallar cuando la prosperidad se acaba, cuando hay que empezar a repartir la miseria o, al menos, algunos costes (que hemos creado nosotros mismos, no lo olvidemos). Y cuando el egoísmo se acentúa: de acuerdo, todos ganamos, pero algunos ganan más que otros, probablemente más que yo: ¿no deberíamos poner un freno a esto? Y luego vendrán nuestros hijos y nos dirán que a ellos les dejamos los problemas…
Ya sé que reivindicar ahora el concepto de bien común es contracultural. Pero precisamente por ello háy que reintroducirlo. En ecología se utiliza el concepto de nave espacial tierra: no hay nada fuera, de modo que todos los males que hagamos, como la contaminación, se quedan en nuestra propia casa. En filosofía social y económica podemos utilizar el símil del barco. Leí hace tiempo una frase de no sé quién, que me llamó la atención: «Afirmar que mi destino no está ligado al tuyo es como decir: ‘tu parte del bote se está hundiendo'». No somos una suma de unos cuantos millones de seres aislados, que llevan una cuidadosa contabilidad de lo que damos y lo que nos dan, para mantener siempre el equilibrio. A lo mejor, a partir de estas ideas –contraculturales, ya lo he dicho– empezamos a entender qué significa pagar impuestos. ¡Ah!, y por supuesto, metamos en la cárcel a los corruptos, pongamos multas a los defraudadores y hagamos el vacío social a los que pretenden vivir a costa de los demás. Pero no caigamos en las racionalizaciones que he mencionado antes. Y perdón por el sermoncito que me ha salido…
Los bienes de gobierno, es decir, los que tienen que ver con las virtudes, siempre son comunes. Los bienes operativos como el bote en cuestión dependen del punto de vista operativo, es decir, de la especialización que a uno le toque.