En una entrada anterior he mencionado la intervención de mi colega Joan Fontrodona en la inaguración del XXI Congreso anual de EBEN España en Madrid (entonces no aclaré que Joan es el Presidente de EBEN España). En aquel mismo acto, el Rector de la Universidad Pontificia Comillas, Julio Luis Martínez, mencionó, como de pasada, una idea que me parece muy importante, y a la que no concedemos toda la atención que merece: la ética, decía el profesor Martínez, es la libertad de las personas cuando deciden a dónde quieren ir (no es literal, pero recoge su idea). Algo que ya viene de Sócrates y Aristóteles y de otros muchos. Pero que, a menudo, olvidamos.
Porque nos parece que la ética es un conjunto de restricciones, lo más contrario a la libertad. Y, sin embargo, si la persona tiene un fin para su vida, si la persona aprende en sus propias decisiones (y en las de los demás) y si los aprendizajes de las personas influyen en su conducta (y, por tanto, en la consecución de sus fines), entonces la determinación de las reglas que me permiten conseguir el fin de mi vida, es decir, la ética, es clave para mi libertad, es decir, para seguir la senda que me lleva a mi fin, sin que mis aprendizajes (negativos) me separen de él.
Claro que hay muchos que no entienden esto. Algunos, porque niegan que la vida tenga un fin. Ya lo decía Sartre: la vida es una pasión inútil. Pero la consecuencia de este punto de vista es la náusea. Buena suerte, si te parece que tu vida es eso. Y otros niegan el aprendizaje y la posibilidad de cambiar mi conducta, para bien o para mal, aunque hay muchas evidencias sobre esto, en la psicología y en la filosofía –y en la experiencia diaria.
Si la ética es una imposición más o menos arbitraria, fruto de las decisiones de los políticos o de las preferencias de los votantes, yo me apeo. Pero si tiene algo que ver con mi libertad, para potenciarla… quizás deberíamos hablar más frecuentemente de esto.