Vuelvo sobre alguno de los temas que surgieron en la reunión de AEDOS (Asociación para el Estudio de la Doctrina Social de la Iglesia) a la que me refería en una entrada anterior (aquí). Es, de nuevo, sobre un malentendido acerca, en este caso, de nombres.
Alguno de los participantes manifestó su rechazo por la crítica del Papa Francisco al «individualismo», tal como se refleja en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. La crítica tiene sentido: el individuo, no el grupo, es el centro de la actividad; la economía es la ciencia de la acción humana, no la ciencia de la acción de la familia, la tribu o el país. Estoy de acuerdo, aunque quizás podríamos discutir el alcance de esa autonomía del individuo.
Pero me parece que el individualismo que el Papa critica no es el que se presenta como contrario al colectivismo, al comunismo o al comunitarismo, sino a un paso más en la línea de la autonomía del individuo, cuando uno dice que «yo no debo nada a nadie» (una idea que cita Benedicto XVI en la Encíclica Caritas in veritate, y que no es cierta: ¡debemos tanto a nuestros padres, a nuestros parientes, a la escuela en la que aprendimos, a la sociedad en la que vivimos, a la nación que nos acoge…). Porque esa afirmación significa que, si yo no debo nada a nadie, yo pongo los objetivos de mi vida y, por tanto, mis estándares morales. O sea, el individualismo que lleva al relativismo moral: yo pienso así, y nadie tiene nada que decirme sobre cómo planteo yo mi vida.
No pretendo entrar en discusiones sobre temas antropológicos. Solo quiero señalar que, cuando alguien critica a otro, conviene entender bien en qué consiste su crítica. Individualismo es una palabra equívoca, con muchos significados distintos, y parece lógico que, antes de discutir sobre el tema, entendamos bien de qué habla el otro.