Ya sabíamos que la economía tiende a autoajustarse. No siempre, claro, porque no hay mecanismos totalmente automáticos, salvo en el ámbito de la física. En las actividades humanas, la presencia del ser humano no deja de ser un factor perturbador. ¡Qué bien funcionaría todo si fuésemos máquinas que no tienen voluntad propia, que no aprenden y que no cambian sus conductas! Eso es lo que piensan algunos –y así nos va, cuando esos son los que toman las decisiones.
Leo en un periódico económico que «Wall Street pierde fuelle porque los buenos datos de la economía (norteamericana) fortalecen al dólar«. Parece una queja, ¿no? Pero no debe serlo. Eso forma parte de los mecanismos automáticos de ajuste. Sería como si alguien se enfadase porque, a consecuencia de un virus o un microbio, ha tenido trastornos estomacales o fiebre.
Los mecanismos automáticos son buenos. Cuando una economía acelera el crecimiento del producto y la demanda, los tipos de interés tienden a subir, por la mayor demanda de crédito, y su moneda tiende a apreciarse, precisamente por la subida de tipos. Y esto frena el crecimiento: los mayores tipos de interés desaniman el consumo de bienes duraderos y la inversión, y la apreciación de la moneda desacelera las exportaciones y anima las importaciones. El resultado es un crecimiento más moderado. Sin esos mecanismos automáticos, la economía sería una sucesión de auges violentos y depresiones de vértigo.
Que es lo que pretenden algunos, según parece: aprovechemos los auges, alarguémoslos, acelerémoslos, para hacernos más ricos más pronto. Y cuando lleguen las vacas flacas, corramos al Estado y al banco central para pedir nuevas medidas de expansión. Todo menos tener paciencia, que no es virtud para el siglo XXI, por lo que parece. Ya la Biblia denunciaba a los avariciosos que se decían: ¿cuándo pasará el sábado, el día de fiesta, para volver a vender el trigo con balanzas trucadas?