No quiero hablar aquí de la inversión socialmente responsable, sino de la inversión: de la decisión de poner mi dinero en unos activos o en otros, en un lugar o en otro, en un sector o en otro, en una empresa o gobierno o en otro. Cuando yo era (más) joven, los manuales de ética hablaban de la responsabilidad por la cooperación a las acciones ajenas (malas y buenas, claro). El que le vende la pistola a un asesino, el que echa un colorante dañino a un producto alimenticio porque se lo manda su jefe o el que acomoda la contabilidad para que salga «guapa», tienen una responsabilidad, que será muy grande en unos casos y muy pequeña en otros. Pero tienen responsabilidad. Pues lo mismo pasa con la inversión.
Leo una carta al editor del Financial Times del día 19 de noviembre (aquí, en inglés), en que el autor (Philip G. Cerny, profesor emérito de las Universidades de Manchester y Rutgers) señala que no hay un conflicto de intereses entre los accionistas y los directivos de los bancos, como dicen los manuales, sino un acuerdo, porque ambos salen ganando con la tesis de maximización del valor para el accionista, ya que ambos «en el corto plazo, comparten las rentas generadas por el oportunismo de los banqueros«. «El ‘capital impaciente’ (…) es priorizaado sobre la inversión a largo plazo, tanto por los accionistas como por los banqueros. El resultado es un frágil círculo de innovaciones tóxicas, con beneficios inflados seguidos de inevitables crisis».
Yo no metería la mano en el bolso de una señora para robarle el monedero. Y tampoco haría señas a un ladrón, mostrándole el bolso abierto para que lo robe él. Pero me pregunto si no seré demasiado ligero en mis inversiones, sin mirar dónde las coloco. ¿Será por mi devoción a la rentabilidad? ¿Porque es fácil excusarme diciendo que yo no puedo hacer nada, que si no lo hago yo lo hará otro, que no tengo la información necesaria?
Con todo respeto, profesor, y solo con el ánimo de citar una gran enseñanza; recuerdo aquella que dice que nadie enfrentará a un ejército enemigo sin contar primero cuánto tiene a su favor (o algo así). No pretendo echarme flores como decimos en Lima, pero en mi libro de La Constante Universal de la Economía denuncio la existencia de una magnitud de medida que llamo coherencia económica y que explica nada menos que la mano invisible de toda la economía. No tiene nada que ver con la plusvalía que creo que fue otro intento (marxiano) fallido de darse cuenta que existe, porque no es cuestión de enfrentamientos. Es algo que ya se sabe: que el sistema «revienta o falla» por el lado más débil (económico, no debilidad humana aunque a veces coincidan). Hay que hacer el cálculo y eso empieza por saber hacerlo, o por lo menos, intentar hacerlos (los cálculos) bien. El espacio económico es temporal, pero el tiempo NO es un recurso ya que pasa aunque no se use, lo que no ocurre con ningún recurso, ni siquiera los perecibles que dependen, a su vez, del tiempo que pasa. No se puede correlacionar el tiempo como las otras variables. Hay que contra-relacionarlo que es muy distinto, dando origen a otra clase (no social sino matemática) de cálculos. Eso es ser responsable, porque los números son matemática, económica por supuesto, que es de una clase distinta a la física, pero está inmersa en unos principios numéricos de los que no puede librarse. Mucho de nuestras discusiones socio-culturales se debe a que esos principios no son muy conocidos, pero se han desarrollado demasiado como para no tenerlos en cuenta y seguimos discutiendo lo obvio, porque nos faltan conceptos y magnitudes de medida.