Acabé una entrada anterior con este mismo título proponiendo que la oleada de inmigrantes y refugiados que está inundando Europa en los últimos meses debe ser vista como una oportunidad. Y para ello me basaba en lo que esos recién llegados pueden ofrecer a los que les reciben aquí: capacidad de trabajo y unas cualificaciones bastante buenas.
Me dirá el lector que, a la vista de las tasas de desempleo vigentes en la vieja Europa, lo que sobra es gente que desea trabajar y que no encuentra empleo. En efecto, el paro es real, pero su causa no es el exceso de oferta. En 1962, con la independencia de Argelia, llegaron 900.000 repatriados a Francia; la tasa de paro creció al principio, y se redujo pronto. En los años que siguieron a 1989 llegaron a Israel 500.000 rusos; la tasa de paro subió, pero volvió a bajar. En tres años, 600.000 “ritornados” volvieron a Portugal tras la independencia de las colonias, más 200.000 militares sobrantes; la tasa de paro aumentó, pero se ajustó en poco tiempo.
El problema no es el exceso de oferta de trabajo, sino las dificultades para crear empleo. Un ocupado genera producto interior bruto por un valor al menos igual a su salario bruto y, además, genera un excedente que remunera el capital. Con ese salario vivirá él y los suyos, pagará la cotización a la seguridad social y el impuesto sobre la renta, ahorrará algo, comprometerá su futuro para comprar una casa… Claro que también recibirá transferencias: seguro de salud gratuito, derecho a pensión futura, escuela subvencionada para sus hijos… (estamos en Europa). Pero esto tiene dos lecturas. Una: es mejor que no vengan, porque tienen un coste. Otra: que vengan y trabajen, y que dejen cuanto antes de vivir de las ayudas públicas.
Me dirá el lector que muchos inmigrantes no tienen cualificaciones. Sí, pero llevan a cabo trabajos que no necesitan mucha formación: en la construcción, la restauración, el trabajo doméstico… Y esto vale también para los que están en la economía sumergida. Hace unas semanas hubo cerca de Barcelona conflictos con inmigrantes que se dedican al comercio ilegal, el “top manta”: sobre una manta, en plena calle, venden a bajo precio productos falsificados de buenas marcas; si llega la policía, recogen la manta y salen corriendo. No tienen permiso de residencia, no pagan impuestos, perjudican al comercio legal, quizás engañan a los turistas… Pero prestan un “servicio”. No pretendo defenderlos; simplemente, me pregunto: ¿no podríamos ofrecerles empleos declarados? Refugiados e inmigrantes, también los ilegales, tienen deseos de trabajar, y capacidad de producir… y son muchos, y seguirán llegando durante muchos años… y los europeos estamos envejeciendo rápidamente.
Pero no es tan sencillo. Lo primero que habrá que hacer es reformar el mercado de trabajo, para que los empresarios aprovechan la oportunidad que la llegada de esa mano de obra les ofrece. Y toda reforma levanta oposición: política, ideológica y de intereses creados. Pero la dificultad ya la hemos experimentado en los últimos años, y sabemos cómo hacerle frente –aunque no estoy seguro de que nuestros gobernantes, sindicalistas y empresarios tengan voluntad para hacerlo.
El segundo problema es un reto cultural: la llegada de tantos inmigrantes puede desestabilizar nuestra sociedad. De acuerdo. Pues que no vengan, ¿no? ¿Y cómo los mantendremos fuera? ¿Rodearemos nuestras fronteras de murallas? No son la respuesta adecuada. Pero si su llegada es una oportunidad, tendremos que preguntarnos cómo convertir esa amenaza cultural en una oportunidad de convivencia y, a la larga, de enriquecimiento mutuo. Hace unas semanas, The Economist ofrecía una solución: si trabajan, se integrarán. Donde no lo han hecho, como en París o Malmö, el conflicto es inevitable. Puede que sea una propuesta simplista, pero, ¿tiene alguien una mejor?
¿Qué tienen que decir los empresarios sobre todo esto? Algo deben tener que decir, porque son ellos los que saben cuánto cuesta y cuánto rinde un trabajador, cómo se crean puestos de trabajo, cómo se integran los forasteros en sus fábricas, qué obstáculos se presentan a la hora de aumentar la ocupación, qué resortes hay que tocar para que los grupos de interés dejen de poner palos en las ruedas y cómo se puede conseguir que nuestras sociedades europeas avanzadas descubran aquí un reto ético y una oportunidad económica –que es también ética.
La mayor parte de los estados de Europa occidental llevan camino de suicidarse, de suicidarse por la demografía. Michel Rochard
En España esto es particularmente grave: la tasa de nacimientos por mujer se sitúa en torno a 1,3, de las más bajas del continente. La pérdida de «músculo laboral» tiene importantes repercusiones en los sistemas de previsión social. Además, provoca una disminución de demanda estructural de activos como la vivienda, cuya recuperación en estas condiciones está muy lejos de producirse. Pero la situación, lejos de mejorar, tiene todos los visos de empeorar de acuerdo a las proyecciones demográficas del INE. Si se estudian las proyecciones por segmentos de edad las conclusiones son más que elocuentes:
En 10 años, la población de “treintañeros” habrá disminuido en un 25%, pasando de 8 a 6 millones de personas y , la población con más de 65 años habrá aumentado en un 25%, pasando de 8 a 10 millones de personas.
En estas condiciones coincido con usted en considerar la inmigración un reto que se puede transformar en una oportunidad si estamos a la altura de las circunstancias, para lo que es necesario e indispensable una visión más allá de los 3 ó 4 años que impone el ciclo de una legislatura…