No lo digo yo; lo dice Peter Schuck en su libro «Why Government Fails So Often: And How It Can Do Better». Reconozco que no lo he leído, sino que hablo a partir de una detallada recensión de David M. Levy y Sandra J. Peart en el Journal of Economic Literature de hace unos meses. Schuck muestra que «cualquier reforma que se proponga será rehén de los mismos problemas que dieron lugar a la política original». Y el problema más importante es el conflicto entre lo que la medida legislativa desea y los intereses de los que la elaboran o la ponen en práctica.
La mayoría de los fracasos de las políticas «surgen a partir de un proceso político profundamente arraigado, una cultura política, un sistema perverso de incentivos, irracionalidd individual o colectiva, información inadecuada, rigidez, inercia, falta de credibilidad, mala gestión, dinámicas del mercado, los límites inherentes a la ley, problemas de implementación y un sistema burocrático débil». Moraleja: «la probabilidad de una reforma a gran escala es nula». «La inercia persiste en parte porque los que están en el sistema no tienen incentivos para mejorarlo».
Schuck concede gran importancia a las «internalidades» de los procesos políticos, «los fines privados que se aplican en organizaciones fuera del mercado para guiar, regular y evaluar los resultados de las agencias y de su personal». A menudo se toman los objetivos de un grupo (los empresarios, los parados, los pacientes, los universitarios) como determinados desde fuera: sabemos bien lo que quieren. Lo que pasa es que el grupo, o parte de él, o los que lo dirigen, o los que aconsejan las políticas, o los que las ponen en práctica, tienen otros intereses. Y, claro, lo que resulta no es lo que se supone que el grupo desea.
La corrupción puede ser un ejemplo patente: si lo que quiere el que toma la decisión es engordar su cuenta bancaria en algún paraíso fiscal, el contrato o la concesión no conseguirá los objetivos que, se supone, debía conseguir. Hay otros casos. Por ejemplo, la ley de Parkinson, que estuvo de modo cuando yo estudiaba: el presupuesto de una oficina pública (y me temo que, a menudo, también en una empresa burocratizada) seguirá creciendo, porque eso es lo que interesa a los que trabajan en ella (más sueldo), a los que la dirigen (más prestigio) y a los que la supervisan (más poder).
Bueno, me dice el lector: ¿y qué hacemos ahora? Pues, primero, renunciar a la vieja hipótesis de que los políticos y funcionarios solo quieren el bien de los ciudadanos (si es que alguien todavía se la cree). Segundo, analizar con detalle los procesos de toma de decisiones y las motivaciones de los que participan en la elaboración de las políticas, en su puesta en práctica, en su evaluación y en su revisión. Tercero, confiar más en reformas pequeñas que en las grandes revoluciones, que lo único que conseguirán es cambiar unos intereses creados por otros. Y cuarto, introducir en todo análisis de las políticas públicas la consideración de los intereses de los implicados.
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