En una entrada anterior expliqué cómo se llevó a cabo el ajuste del empleo en la economía española, cuando se produjo la recesión que siguió a la crisis financiera, a partir de un modelo muy sencillo, pero me parece que las empresas lo entienden bien. Ahora complicaré un poco más el análisis.
La idea de partida es que la empresa paga al trabajador de acuerdo con lo que espera que este aporte a la producción; si lo que la empresa ingresa es mayor que lo que paga, la relación laboral continuará; si es menor, tarde o temprano se acabará. Quizás tarde, porque expliqué que hay motivos para que la relación no se corte bruscamente. Pero ahora he de volver sobre este tema.
La relación entre la empresa y el empleado no es de un solo periodo, sino dura varios meses o años. Usando términos financieros, podemos decir que la empresa lleva a cabo una inversión en el trabajador, de modo que el valor actual descontado de lo que espera que el empleado aporte en el futuro no sea menor que el valor actual descontado de lo que la empresa le paga. Sobre el ejemplo de la entrada anterior hemos de añadir ahora tres cosas más. Una, el coste para la empresa es mayor que el salario que paga, porque incluye las cotizaciones sociales y otros gastos (y el trabajador cobra menos que su sueldo, por las cotizaciones sociales y el impuesto sobre la renta). Dos, los costes de búsqueda, contratación y formalización del contrato. Y tres, los costes de despido, principalmente la indemnización.
O sea, el valor actual descontado de todos los costes (salario, cotizaciones sociales, búsqueda, formación y despido) no ha de ser mayor que el valor actual descontado de todas las aportaciones del empleado. Puede ser mayor durante un tiempo, o incluso durante mucho tiempo, si la empresa se empeña en mantener el contrato, pero lo normal será que esto no dure mucho.
Los costes de despido son los más importantes, por su cuantía. Actúan de dos maneras: una, desalentando las contrataciones, porque elevan el valor actual descontado de los costes; este efecto es general, sobre todos los contratos y, claro, pesa más cuanto más alta sea la indemnización. Y otra, cambiando las decisiones sobre los contratos temporales frente a los indefinidos. Los contratos temporales sirven, principalmente, para tres usos. Uno, amparar actividades de naturaleza temporal, por ejemplo, la sustitución de un empleado que estará de baja durante seis meses. Dos, para la entrada de trabajadores nuevos, porque hace falta un tiempo de prueba para comprobar que reúne las condiciones que la empresa necesita, que se adapta a su equipo de trabajo, etc., de modo que, si procede, se le pueda sustituir sin elevados costes. Y tres, para flexibilizar los ajustes cíclicos de plantilla, como en el ejemplo de la recesión de la entrada anterior.
Volviendo al ajuste del empleo ante la recesión, el ajuste se llevó a cabo, como ya dije, mediante despidos de personas. Despedir a empleados con contratos indefinidos es caro, de modo que las empresas prefieren tener contratos temporales. Si los costes de despido y nueva contratación son altos, las empresas preferirán continuar con los empleos indefinidos, a no ser que la recesión sea muy larga y profunda. Si esos costes son bajos, optarán por el despido, aunque sea por periodos muy cortos. El contrato temporal ha sido, pues, la solución barata para el ajuste del empleo a los vaivenes de la producción y del mercado. Y seguiremos otro día.
Esos ajustes profesor, deberían ser dinámicos. Por eso son injustos: el tiempo pasa y el subordinado y no la empresa, padece las consecuencias. El tiempo pasa siempre y no se puede re-invertir. Por ello las gráficas tiempo-ordenada (donde t es la abscisa) que muestran la rapidez de un evento, se trabajan trazando una perpendicular desde la recta (inclinada, porque si no, la velocidad sería infinita) que describe cómo cambia la variable cuando t aumenta y eso, profesor, se llama contra-varianza en matemáticas. Pero mide más justamente el tiempo que pierde el trabajador. Por eso le decía que el tiempo NO ES UN RECURSO. Pero ahora le agrego que tampoco se puede medir anualmente, sino sincrónicamente (depende qué tan bueno sea el directivo a cargo).