Dormirse en los laureles

Eso es lo que hacen muchas empresas, según el Premio Nobel de Economía, Edmund Phelps, que pasó hace unos días por Barcelona. Lo viene diciendo desde hace mucho tiempo, y me parece que tiene mucha razón.

Quizás podríamos contar la historia así. Era una vez un emprendedor que tuvo una idea para satisfacer necesidades de los consumidores; buscó capital, contrató directivos y empleados, empezó a fabricar, tuvo éxitos y fracasos, se consolidó, creció… se ganó los aplausos de los consumidores, los inversores y los empleados y las críticas de otros muchos. Ahora tiene una empresa más o menos grande y rentable. Ya no es el emprendedor joven, dinámico y arriesgado -los años no pasan en balde. Es lógico, y es  bueno que sea así.

Pero a lo largo de los años han pasado más cosas. El Estado, que vio con simpatía aquella iniciativa, ha desarrollado un sistema de regulaciones y controles, que la empresa va con sentimientos encontrados. De un lado, demasiado control, demasiada regulación, quizás demasiado intento de seguridad (teóricamente para proteger a los consumidores, en la práctica, quizás, para proteger a los funcionarios de las iras de la opinión pública) De otro lado, esas regulaciones son barreras de entrada para sus competidores: la seguridad es buena, también porque ahorra algunos sustos a la empresa. El Estado se puede haber convertido en un socio, con el que nos repartimos los riesgos, los costes y los beneficios. Hay menos creatividad, lo cual no es bueno, pero ya está bien: cuando aparece una start up, conviene echarle un vistazo, quizás ayudarle y, al cabo de un tiempo, si promete, comprarla. La empresa va creciendo; la creatividad está fuera; los riesgos están controlados. Y, claro, hay que cuidar a ese socio que es el Estado, compartiendo beneficios con él. Lo que sale mal parado en todo esto es la competencia y la eficiencia, pero quizás no la cuenta de resultados.

La empresa ha crecido con fondos ajenos, que suelen estar gestionados con criterios cortoplacistas, lo que significa menos apuestas por el largo plazo y más rentabilidad a corto: quedan lejos los sueños del emprendedor… ¡Ah! y hay otros «socios», como las comunidades locales y los sindicatos. Hay que compartir con todos. Y, claro, esto también crea barreras de entrada a los nuevos competidores.

«¡Qué malos son los empresarios!», me dice el lector. No es su culpa: los humanos somos así. ¿Qué hicimos mal? Ir construyendo esa maraña de impuestos, subvenciones, precios fijados, regulaciones, condiciones, contratos públicos, informes… No haber sabido defender las ideas del libre mercado (con el mínimo de regulaciones necesarias y con mucho sentido ético), de la competencia, de la creatividad y la innovación (a las que rodeamos inmediatamente de protecciones, controles y vigilancias)… Como decía más arriba, la empresa se ha dormido en los laureles.

Cambiar esto no es fácil, porque hay muchos intereses creados que son difíciles de desmantelar. Por otro lado, ha cambiado la manera de pensar de nuestros conciudadanos, que ven, a menudo, la empresa como un enemigo. Y cuando, con mentalidad liberal, tratamos de defender la empresa, recurrimos a los argumentos de Adam Smith y sus sucesores, como si nada hubiese cambiado en el mundo de los negocios en los últimos años. Y, por supuesto, no pretendamos que los revolucionarios de turno sustituyan la libre empresa, la libre iniciativa, la competitividad y la innovación por la burocracia y la ideología.

Antonio Argandoña es Profesor Emérito de Economía del IESE.

4 thoughts on “Dormirse en los laureles

  1. Ser emprendedor tiene mucho mérito, pero para mi un emprendedor de verdad es el que lo hace de manera «bootstrap». Si buscar rondas de inversores, al menos no al principio.

    Mínimo producto viable y a salir al mercado con el esfuerzo propio y el menor gasto posible.

  2. Grandioso lo que ah escrito me la paso bien informándome de sus articulos que escribe.
    Buen punto sobre los emprendedores que sobre salen solos a mundo de las grandes empresa.

    Sigue que me pasare el resto de mi vida llenándote

  3. El riesgo va contra la propia tendencia del ser humano al control. Pero sin riesgo no se puede crecer ni humana, ni intelectual ni económicamente. Y sin crecimiento no podemos sentirnos felices por los logros alcanzados y los retos superados.

    Tomar riesgos, dentro de un orden, puede ayudar a ir progresando en el trabajo, en la sociedad o en la misma posición económica.

    Tomar riesgos nos impulsa a una decisión: acertada o no. No obstante, la aversión al riesgo puede provocar en el ser humano la tendencia a la pasividad y a la no acción.

    Por otra parte, la sensación de seguridad no es lo mismo que la realidad de la seguridad. La mayoría de las veces, no tomar una decisión es una decisión en sí misma.

    Además, no tomar riesgos y dormirse en los laureles cuando es necesario actuar es lo que más riesgo que puede acarrear para una empresa o para un persona.

    Por tanto, parece que merece la pena arriesgarse en la vida. Porque la vida es riesgo: a veces nos olvidamos que vivimos de prestado (la vida nadie la tenemos comprada).

  4. Gloso a George Weigel: » … la edad media fue un periodo de sano pluralismo social. En ella florecieron las asociaciones gremiales como las plasmadas en las vidrieras de Chartres. Esas Instituciones y la Iglesia medieval, incluido el papado, fueron una poderosa barrera a las pretensiones absolutistas de los reyes. El absolutismo nunca fue un elemento del catolicismo; solo asomaron tendencias absolutistas políticas cuando el mundo se fracturó con la aparición de la Reforma». Juan Antonio citaba a Barnard con una glosa análoga sobre la concepción que tienen los empresarios sobre la persona.

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