Sobre optimistas, pesimistas y realistas

Leí hace unos días en ethic.es un artículo que me devolvió el optimismo -que, por otro lado, yo no había perdido. Se titula «Los índices del progreso», su autor es Miguel Ángel García Vega, y explica, eso, que las cosas van bien en el mundo. Bueno, no todas, pero sí algunas, esas que él llama índices del progreso. Y da unos cuantos números que invitan al optimismo. Por ejemplo:

  • La mortalidad infantil ha disminuido en el mundo un 56%entre 1990 y 2016.
  • La esperanza de vida en España ha crecido en 40 años, desde 1910 hasta 2010.
  • La mortalidad laboral se ha reducido en España un 70% entre 1990 y 2016 (y no parece que sea porque somos vagos y trabajamos menos, me parece).
  • Cada día salen de la pobreza extrema en el mundo 130.000 personas.
  • El índice de alfabetización en España ha llegado al 98,84% en los hombres y 97,70% en las mujeres.

Hay otros indicadores, pero estos son suficiente para decir que… esto va bien. Pero también hay otros indicadores que muestran que… no va tan bien. Y, sobre todo, que… queda mucho por hacer. O sea, que hay razones para el optimismo, para el pesimismo y para el realismo. Pero lo que yo quiero es hacer un par de reflexiones.

Una: todos esos indicadores, y otros que aparecen en el artículo, procedentes de fuentes muy diversas, muestran que la persona humana es el centro del progreso humano, y que decimos que algo es bueno si mejora la vida de las personas; malo, si la empeora, y no suficientemente bueno si esa mejora no se extiende a todos. De alguna manera, seguimos pensando como el Papa Pablo VI decía hace ya bastantes años, y que el Papa Benedicto XVI repitió hace no tanto tiempo: lo que cuenta es el bien integral, de toda la persona y de todas las personas.

Otra reflexión: hay cosas más importantes y otras menos importantes. En el artículo se menciona que en 1920 dedicábamos 11 horas y media a hacer la colada, y ahora solo una hora y media. Pero no se me ha ocurrido poner esto entre los grandes avances, sino que he preferido hablar de supervivencia, de mortalidad, de salud, de educación…

Y como no hay dos sin tres, añado otra reflexión: me parece que la aproximación a la «vida feliz» que los indicadores apuntan será asintótica. O sea, que no llegaremos al 100%. Quizás nos aproximaremos en algunas cosas: el artículo señala, por ejemplo, que la probabilidad de que un estadounidense muera por la descarga de un rayo es ahora 37 veces menor que a principios del siglo XX, pero quizás debería añadir que la probabilidad de morir en un accidente de aviación es muchísimo mayor que la de hace cien años.

No crea el lector que me he vuelto pesimista, sino que seguimos siendo mortales (y que me perdonen las transhumanistas), y seguimos teniendo dificultades para ser felices, que, en definitiva, es lo que queremos, ¿no? Recuerdo que hace ya bastantes años un amigo mío que había pasado unos días en Boston me contó que algunos profesores de las magníficas universidad de aquel entorno estaban preocupados porque una nueva autopista podía estropear los conductos de aguas sucias de su urbanización y provocar un problema. ¿Por qué, si tenemos casi todo lo que podemos pedir a la vida, no somos del todo felices?

No voy a dar una respuesta filosófica, sino más bien económica. Cuando dedicamos más recursos a evitar la mortalidad infantil, los resultados en vidas salvadas son patentes. Pero la ley de los rendimientos decrecientes sigue vigente: un nuevo euro dedicado a salvar un niño antes de que cumpla un año sigue teniendo una rendimiento altísimo, pero un nuevo euro dedicado a combatir las enfermedades en general tiene un rendimiento, positivo, pero decreciente, que se enfrenta con el nuevo euro dedicado a dar instrucción elemental al niño, y con el euro dedicado a darle enseñanza universitaria, y así con otros… O sea: tenemos más recursos, pero seguimos necesitando tener criterios claros sobre dónde emplear esos recursos. Y aquí me optimismo está un poco frío…

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