En la entrada anterior expliqué por qué está en crisis el contrato social actual que tenemos en muchas de nuestras sociedades, y prometí entrar en algunos detalles. Pero antes me parece importante señalar que el contenido de ese contrato puede tener una amplia gama de posibilidades, desde el mínimo para permitir una sociedad en que se pueda vivir (y, luego, que cada uno haga lo que quiera) y un máximo en el que la sociedad es un gran proyecto común, compartido, en el que todos reconocen derechos y deberes, o mejor, derechos que llevan consigo deberes; e incluso otro máximo (que me parece no es lo adecuado), en que alguien (los que mandan) imponen un modelo de contrato social que todos deben cumplir, les guste o no. O sea: la misma idea de qué forma parte de nuestro contrato social no está definida a priori. Y, como ya expliqué, esto puede estar en la base de la crisis del contrato social.
Por ejemplo: en la España de los años sesenta el contrato social incluía, en mi opinión, la idea de que el trabajador aportaba su trabajo, la empresa le pagaba su salario, el empleo se mantenía, el sueldo crecía por encima de la inflación y un poco más, si la productividad mejoraba, y así año tras año, aprovechando un tirón grande del crecimiento económico, la apertura de la economía, el aumento de la población en edad de trabajar, etc. (no hablo aquí de otros aspectos del contrato social, como el estado del bienestar, los impuestos, los servicios públicos, la educación, etc.: me refiero solo al contrato social en el ámbito laboral). Pues bien, cuando llegó la crisis del petróleo (1973), los costes subieron fuertemente para las empresas (precio de la energía), en un momento en el que las ventas cayeron (recesión). Los empresarios consideraron que el contrato social anterior no era viable, porque el empleo no se podía mantener; los trabajadores pensaron que los empresarios habían traicionado el contrato, porque no les garantizaban el empleo ni un crecimiento de los salarios por encima de la inflación. El resultado fue malestar social, conflictos (era frecuente leer en la pared de la casa de un empresario algo así como «ladrón, paga a tus trabajadores») y una crisis, que se juntó a la crisis política (cambio de régimen). La solución llegó más tarde, con los Pactos de La Moncloa (1977), que establecieron unas reglas de adaptación de los salarios a la inflación, con la nueva Constitución (1978), con la reforma fiscal (principalmente del impuesto sobre la renta), la ampliación del estado del bienestar, un nuevo Estatuto de los Trabajadores y, finalmente, la entrada en la Unión Europea y un nuevo periodo de prosperidad. Nótese que el conflicto laboral se enmarcaba en un conflicto social más amplio (recesión, inflación, cambio político, exigencias de nuevos derechos políticos, etc.), y que la solución vino por medidas laborales, pero dentro de un marco más amplio.
¡Vaya!, me he extendido en algo que no pretendía que fuese el núcleo de mis comentarios sobre el nuevo contrato social. O sea, lector, paciencia: seguiremos otro día.
¡Gracias Antonio por compartir! Tus consideraciones las comparto plenamente y ,como ésta, la he publicado en LinkedIn.
M egusta mucho que «me parece importante señalar que el contenido de ese contrato puede tener una amplia gama de posibilidades, desde el mínimo para permitir una sociedad en que se pueda vivir (y, luego, que cada uno haga lo que quiera) y un máximo en el que la sociedad es un gran proyecto común, compartido, en el que todos reconocen derechos y deberes, o mejor, derechos que llevan consigo deberes; e incluso otro máximo (que me parece no es lo adecuado), en que alguien (los que mandan) imponen un modelo de contrato social que todos deben cumplir, les guste o no. O sea: la misma idea de qué forma parte de nuestro contrato social no está definida a priori. Y, como ya expliqué, esto puede estar en la base de la crisis del contrato social».
De nuevo comentando, cito a Polo. Esta vez de Persona y Libertad: «Cuando se acentúa la productividad en una dimensión, aparece el economicismo. Cuando se acentúa en otra, el racionalismo. Cuando se pone el acento en otra dimensión resulta el moralismo moderno, el eticismo, cuando se pone énfasis en otra, el politicismo. Todo eso para el moderno son productos. La sociedad es producto también, surge por contrato; vivimos en un mundo técnico, la política, la razón, todo son dimensiones productivas. Pues bien, en la confluencia de todas esas interpretaciones productivistas se da una discordancia, es decir, en vez de ayudarse unas a otras, se estorban y se desnaturalizan, y por eso no se sabe qué hacer y entra en crisis el mismo radical. Pero la culpa la tiene el haberlo aislado, ésa es la razón por la que se ha entrado en crisis. Para algunos el absoluto, el resultado, es la política. Para otros la economía. Para otros la razón. Para otros es la ética. ¿Qué pasa? Se ha partido, se ha dividido. ¿Qué es lo verdaderamente importante en la productividad, lo político, lo económico, lo ético? Si lo más importante es lo económico, lo es a costa de lo político y de lo ético. Si es lo político, lo es a costa de lo económico y de lo ético. La confluencia de los distintos factores de un mundo construido, inventado, producido, que es enormemente complejo, y cada vez más complejo, es una confluencia problemática: cada uno de los factores entra en colisión con los otros y aparecen situaciones enormemente problemáticas que no se sabe cómo afrontar. Ahora lo inédito, aquello a lo que habría que aplicar la prudencia, la solertia, es lo problemático, la agudización de lo problemático, de lo problemático en la funcionalidad, en la coordinación de todos estos factores. El resultado como absoluto se ha disgregado en una serie de resultados especializados y estamos empantanados en unos problemas que no sabemos resolver. Precisamente por eso hay quienes rechazan el radical moderno. Por ejemplo, los ecologistas radicales declaran que la tecnología no es procedente, pues destruimos el planeta; el hombre no es viable si seguimos con la tecnología. Los liberales, por su parte, afirman: fuera el Estado, puesto que el Estado estropea el mercado. Los políticos dicen: no, intervengo, porque el mercado solo tampoco es suficiente. Pero al intervenir también creo caos. Entonces, ¿cómo coordinar todo eso? La verdad es que no sabemos cómo, porque, insisto, aunque el antecedente de la producción no sea causa, por lo menos debe ser el coordinador. Si el hombre no es causa de lo que produce, por lo menos debe ser el organizador» … que yo llamo sincronizador, siempre en lenguaje poliano, profesor. Un gran saludo limeño.
¡Excelente reflexión! Estoy totalmente de acuerdo