Vuelvo sobre el tema del propósito, mencionado en mi entrada anterior, por mi participación en el 7 Congreso Internacional de Responsabilidad Social de Zaragoza. Ahora trato del tema de la medición del propósito. He de reconocer que siempre he sido reacio al énfasis que se pone en la necesidad de medir las cosas, porque me temo que detrás de ello hay un interés de los consultores para colocar sus modelos, y un interés de la dirección por presentarse como una empresa excelente y sin mancha. Y, como dije en la entrada anterior, no va de eso, sino de dirigir bien. Por eso, si se entiende bien para qué queremos medir el propósito, bienvenida sea la medición. Pero no caigamos en decir que «tenemos un índice de 7,9 sobre 10», porque esto no tiene sentido. Medir el propósito es manejar contabilidad, encuestas, historias, testimonios… y ver lo que se dice de nosotros en las redes sociales, etc.
Comentando esto con el profesor Carlos Rey de la Universidad Internacional de Catalunya, me recomendó un artículo del que es coautor junto con Alvaro Lleó, Miquel Bastons y Fernando Ruiz Pérez, titulado «Purpose implementation: Conceptualization and Measurement», recién aparecido en Sustainability, 13(4), 2021. En él recomiendan medir tres dimensiones del propósito:
- El grado de conocimiento del propósito por parte de los directivos y empleados (y, en su caso, distribuidores y aun clientes).
- El grado de contribución de ese personal al propósito de la organización, que reflejará cómo las personas entienden y viven el propósito cada día, porque el propósito, una vez definido, hay que aplicarlo. Cada día.
- El grado de internalización, que determina cómo el propósito influye en la motivación del personal.
Esas tres dimensiones son las que la dirección debe estudiar regularmente, para ver si el propósito está vivo o no, cómo se aplica, cómo influye en las decisiones, etc., y para desarrollar una política de comunicación que lleve a la adhesión del personal -y no solo de los stakeholders externos.
Medir, con números, es más; porque los números “permiten más información concentrada pero hay que saber desagregarla”. Como dice Polo en CTC tomo 3: “La inteligencia adquiere hábitos porque el intelecto agente ilumina su operar. El hábito que sigue a la abstracción es el hábito lingüístico. En este nivel, saber hablar permite expresarse con nombres y con verbos; los abstractos son determinaciones expresadas como nombres. Como la presencia mental tiene un valor articulante en la operación abstractiva, su equivalente lingüístico es el verbo. De esta manera el lenguaje queda situado dentro de la teoría del conocimiento, de acuerdo con un planteamiento que no es el de los lógicos terministas tardomedievales ni el de la filosofía analítica ni el de la hermenéutica heideggeriana. Es posible un hábito mudo que no tenga nada que ver con el lenguaje (el hábito de conciencia). El lenguaje es un saber habitual antes de ser ejercido, y no se ejerce como operación cognoscitiva. Hablar es poíesis, actividad transitiva”. Es decir, que no basta con las palabras. Es el Logos