Continúo aquí con las reflexiones sobre la virtud de la integridad que comencé en una entrada anterior. La integridad refleja sobre todo complitud, entereza, solvencia, solidez o robustez en las relaciones del agente con otras personas; esto la diferencia de la fortaleza, que puede ejercerse en las actitudes internas del agente sin impacto en otras personas. Es, por tanto, una virtud social, que se manifiesta en las relaciones con los demás. Solidez precisamente en cuanto el agente sostiene con sus acciones lo que dicen sus palabras. Atribuye, pues, solidez a las relaciones sociales y a las relaciones públicas; por eso es una virtud muy relacionada con la lucha contra la corrupción, porque se opone también a la arbitrariedad, la hipocresía, la doblez, la falta de objetividad y la inestabilidad.
María Marta Preziosa resume de algún modo los trazos importantes de la integridad: «el profesional íntegro persigue sus objetivos individuales incluyendo el bien de los otros y no a costa de ellos (…) no solo conoce muy bien los aspectos técnicos de su profesión, sino que también se conoce a sí mismo. Advierte cómo sus objetivos individuales pueden afectar la ecuanimidad y objetividad de los intercambios profesionales que realiza. Sabe que es posible encontrar motivos para autojustificar o racionalizar la conducta poco ética mediante un autoengaño (…) No cumple solo la letra de la ley para evitar se acusado por la misma, sino que cumple la ley como contribución a la estabilidad de la comunidad de la que es parte, convirtiéndose en un pilar moral de la sociedad. El profesional íntegro sostiene con hechos y decisiones la palabra dada».
Copio a Polo que refuerza contundentemente los esfuerzos de integridad que menionas Antonio (es de Fa y Economía (justo el párrafo antes de ¿cómo afecta todo esto a la empresa?):» La ética es un problema de integridad, no entendida como opuesta a la corrupción, a hacer fraudes, sino en el sentido de normas de acuerdo con virtudes y bienes, a los cuales la virtud le permite a uno llegar. Si no, uno se contenta con los bienes inmediatos, y entonces el hombre se hace inhábil para la felicidad. La inhabilitación para la felicidad es lamentable, porque, como el hombre está hecho para ella, cuando no es feliz se transforma en un ser violento, que vierte en los demás su propia frustración interior: se transforma en un dominante. Aquí la hermenéutica de Nietzsche es válida: al final aparece la voluntad de poder»