Los Comentarios de la Cátedra son breves artículos que desarrollan, sin grandes pretensiones académicas, algún tema de interés y actualidad sobre Responsabilidad Social de las Empresas. Los Comentarios anteriores a enero de 2013 pueden encontrarse en la web de la Cátedra.
En el anterior Comentario de la Cátedra (aquí) discutí el tema: “¿Hay un lugar para la espiritualidad en la empresa?”. En él explicaba los cambios que se han producido en las últimas décadas en el mundo de la economía y de la empresa y, sobre todo, en el mundo del trabajo, para explicar por qué a finales del siglo XX y principios del XXI florece el interés por la espiritualidad en la empresa, es decir, en el trabajo. Pero en aquella entrada no expliqué qué es la espiritualidad en el trabajo: ¿establecer lugares para la meditación personal en la empresa, con objeto de encontrar el sentido del trabajo? ¿Actividades colectivas para poner de manifiesto el carácter relacional, social, de esa actividad? ¿O es una forma de ética aplicada al trabajo?
La persona en el trabajo
La comparación de la imagen de la persona que trabaja con los caracteres del trabajo y de la empresa en el siglo XX, tal como explicaba en mi Comentario de diciembre, nos ayuda a entender por qué se ha desarrollado la necesidad, teórica y, sobre todo, práctica, de introducir una dimensión espiritual en el trabajo. Se trata del reconocimiento de la variedad de dimensiones de la persona humana, que tiene una realidad corporal y otra espiritual, incluyendo su capacidad de conocer y de hacer, sus sentimientos y emociones, sus actitudes, valores y virtudes.
El reconocimiento de esa variedad se hace en la unidad: es el mismo agente el que es, el que respira, come, habla, piensa, ama, se alegra y teme; el que es y el que hace –con limitaciones, claro está, porque no es un ser perfecto, aunque sí es perfectible. El reconocimiento de esa unidad implica coherencia en la vida de una persona: de ella misma a lo largo del tiempo y en todas las circunstancias, de ella en su ambiente y en sus relaciones con los demás. Y afecta no solo a su trabajo, sino a toda su existencia.
Esas dos dimensiones del hombre, material y espiritual, forman parte de la realidad del trabajo. La persona comparece en su puesto de trabajo con su realidad corporal, y con unos conocimientos acumulados, y con capacidades de conocer y de hacer, en su sentido más amplio; con sentimientos y emociones, y con una condición social que le lleva a buscar relacionarse con los demás, porque los necesita para completar su condición finita, y porque alberga hacia ellos actitudes, valores y virtudes de muy diverso tipo. Llega al puesto de trabajo con un conjunto de necesidades, materiales y espirituales, que espera satisfacer allí, gracias al impulso de sus motivaciones, que pueden ser extrínsecas, por algo que espera recibir de la organización (remuneración, reconocimiento, prestigio…), intrínsecas, que se proporcionará a sí mismo (satisfacción en el trabajo, conocimientos, capacidades de hacer…) y trascendentes, que le llevarán a actuar para otros (relacionándose con ellos, prestándoles sus servicios, aprendiendo a ocuparse de sus necesidades…).
En el trabajo el agente conoce lo que la empresa espera de él y los objetivos señalados a su tarea. Sus motivaciones no coinciden con lo que la empresa espera de él, pero él entiende que tiene que internalizar y cumplir esos objetivos corporativos para conseguir lo que él desea –y la empresa entiende también que debe atender a aquellas motivaciones si desea que lleve a cabo su trabajo de la mejor manera posible, de acuerdo con los objetivos de la organización.
Y allí, en su puesto de trabajo, despliega su actividad, recibe su salario, desarrolla su carrera y su empleabilidad, aprende conocimientos, desarrolla sus capacidades, confirma o cambia sus valores, adquiere virtudes o vicios, experimenta emociones, se cansa, se relaciona con otros… Y, al salir del trabajo con todo ese bagaje, hace balance: ¿Ha valido la pena? ¿Ha recibido lo que deseaba o, al menos, valora lo que ha recibido por encima de lo que le ha costado? ¿Ha dado lo que se esperaba de él? ¿Está satisfecho de sus relaciones con los demás? ¿Ha sido capaz de encontrar un sentido a su trabajo? ¿Ha sido un buen compañero? ¿Ha prestado un servicio a sus clientes, a los que quizás no conoce y con los que quizás no se encontrará nunca? Y esto un día y otro, porque cada día hay aprendizajes nuevos, nuevas emociones, nuevas oportunidades de ejercer los valores; y la remuneración y la carrera no se acaban en un día, sino que se reparten a lo largo de muchos años.
Y si, a lo largo del tiempo, su valoración de todo lo que ha dado y recibido, material o inmaterial, personal o social, es positiva, su trabajo adquiere sentido –no toda su vida, porque una parte importante de ella se desarrolla fuera del trabajo, aunque no independientemente de ella. Es un trabajo compatible con una vida buena, bien vivida, coherente, unitaria –insisto: la parte de vida que tiene que ver directamente con su trabajo. Ha conseguido unidad de vida.
Por el lado de la empresa, el planteamiento es paralelo. El directivo o el capataz se presenta en el puesto de trabajo de sus empleados para conseguir unos objetivos que exigen la colaboración de todos; trata de entender las motivaciones de esos trabajadores para conseguir que acepten esos objetivos comunes; organiza sus tareas, planifica los resultados, comunica lo que necesitan saber, da las órdenes oportunas… Y, al final del día, hace su propia valoración de la relación laboral, desde el punto de vista de la empresa: ¿Se han conseguido los objetivos propuestos? ¿Están satisfechos los empleados? ¿Han aprendido algo que pueda ser útil para ellos, y también para la empresa? ¿Volverán mañana, con más interés, ilusión, creatividad, iniciativa…? Y lleva también a cabo la valoración de su propio trabajo, en los mismos términos que sus empleados.
La unidad de vida
De alguna manera, la espiritualidad del trabajo se resume en esta idea de la unidad de vida, de la vida completa, valiosa para el agente, para la empresa y para los demás. Los autores que escriben sobre espiritualidad del trabajo suelen dar por supuesta la dimensión material, y se plantean qué es lo que falta para hacer de esa vida una vida buena: la dimensión espiritual viene a ser el complemento a la dimensión material.
O sea: el directivo, que busca la unidad en su propia vida, debe intentar que la consigan también sus empleados, e incluso otros stakeholders: clientes, proveedores, accionistas… Por eso necesita que la espiritualidad esté presente en su organización: porque es condición necesaria para los objetivos de la empresa a lo largo del tiempo. Y esto no es un añadido a su tarea, sino que forma parte de la misma.
Un directivo que no tenga en cuenta la dimensión espiritual de él mismo, de su organización y de sus empleados, no puede ser un buen directivo, porque está dejando algún cabo suelto en el funcionamiento de la empresa, en particular la atención a las legítimas motivaciones de sus empleados, que pueden ser un deber de justicia de la empresa para con ellos, pero que, además, vienen exigidas por la necesidad de contar con ellos para sacar adelante los objetivos de la empresa, en la actualidad y en el futuro. Olvidar la dimensión espiritual de sus empleados no es un descuido menor: es estar ciego para una parte de la realidad que le debe interesar como directivo.
El lector objetará, probablemente, que hay muchas empresas que omiten esa dimensión espiritual, y muchos directivos que no la tienen en cuenta. Este argumento es verdad, pero admite varias réplicas. En primer lugar, la dimensión espiritual no la otorga la organización ni sus directivos, sino que la viven las personas, y si estas tienen una espiritualidad bien arraigada podrán actuar muy bien, incluso en un entorno poco favorable –pero quizás solo durante un tiempo, porque el peso de la cultura, la organización y la estructura pueden acabar arruinando la espiritualidad de los trabajadores, provocando su abandono de la empresa (los buenos se marchan), o su deterioro moral, espiritual y humano (los malos se quedan).
En segundo lugar, la espiritualidad en la empresa no es algo que se tiene o no se tiene, sino que puede darse con mayor o menor intensidad según las épocas (de bonanza o de crisis), según los departamentos, según los directivos y según las facetas de la vida profesional (respeto a la dignidad, fomento de la participación, sentido del servicio, etc.). De modo que una empresa puede tener un nivel medio aceptable de espiritualidad, que retenga y motive suficientemente a sus empleados. O, con otras palabras, el deterioro de las organizaciones no tiene por qué ser rápido y catastrófico, y puede ser corregido, a menudo por un cambio en las personas que las dirigen, o por una fusión o adquisición que cambia las personas y las culturas.
El planteamiento de la espiritualidad en el trabajo y en la empresa que hemos presentado aquí incluye, de un modo u otro, los que aparecen en la literatura, pero es más amplio. Lo importante no es desarrollar la dimensión espiritual de la vida, sino todas las dimensiones, de manera armónica. La persona se mueve por motivos muy diversos, y todos ellos pueden ser válidos; no hay que reprimir la dimensión material, sino desarrollar, de manera equilibrada, la espiritual. Tampoco se trata de ahogar el interés propio con conductas altruistas, porque aquel interés es razonable y bueno –siempre que no sea exclusivo. Otra cosa es que en ambientes en que el egoísmo está muy desarrollado sea necesario promover algunas conductas orientadas a los demás para poner en marcha la superación de la afirmación del propio yo, como estrategia para conseguir aquel equilibrio de motivaciones, pero no porque la espiritualidad consista solo en ese servicio a otros.
A menudo se identifica la espiritualidad del trabajo con dar sentido al mismo. Indudablemente, una persona que viva la unidad de vida, que tenga esa visión equilibrada de las diversas dimensiones de su trabajo, de su familia, de sus relaciones sociales, etc., conseguirá un sentido para su trabajo. Pero esto será más una consecuencia de su visión equilibrada y completa de lo que él es y de lo que él hace, que la consecuencia de un esfuerzo intelectual o emocional para encontrar ese sentido. En todo caso, esa es una tarea que corresponde a cada persona; la empresa no puede proporcionar ese sentido, aunque puede –y debe- proporcionar la información y la visión necesaria para que él pueda identificarlo. Por ejemplo, una declaración de misión bien elaborada, definida y, sobre todo, bien aplicada, puede contribuir a dar un sentido claro al trabajo de sus empleados, aunque estos estén muy lejos del contacto directo con el cliente.
La dimensión ética forma parte de la espiritualidad del trabajo, pero no la agota –y de nuevo el concepto de unidad de vida nos puede ayudar a entender esto. La unidad de vida es más que cumplir los deberes éticos relacionados con el trabajo –aunque la dimensión ética puede llegar a abarcar todas las facetas de la unidad de vida, al menos en cuanto que la ética es la ciencia práctica que regula todas las actividades que conducen a la vida buena, que hemos identificado con la unidad de vida: la ética forma parte integrante de todo el actuar humano. Pero el trabajo no está al servicio de la ética, sino al servicio del hombre, al que también sirve la ética.
Antonio Argandoña es Profesor Emérito de Economía del IESE.
¿No podríamos ampliar la base conceptual a JAPL a un cuarto nivel? Me explico: además de motivaciones extrínsecas, intrínsecas, trascendentes no podríamos agregar las motivaciones sobrenaturales o supraracionales de una persona?. En los criterios de decisión, además de la eficacia, eficiencia, consistencia (virtudes humanas ejercitadas por la persona que decide), el despliegue de virtudes sobrenaturales al tomar la decisión concreta( se me ilumina el camino a seguir, me anima a proseguir y el Amor me da fuerza),¿no podría ser un cuarto criterio, al que podemos llamar santidad?. A la atractividad, y la unidad, ¿no podríamos agregar el concepto de comunidad de personas?. Etc.
Las dimensiones de la persona humana tal vez pueden ser explicadas con mayor precisión. No sólo tenemos una dimisión material y otra espiritual. 1. Lo físico Physis. 2. Lo etico-social Pathos-Polis. 3. Lo intelectual logos-logoi y 4. Lo sobrenatural, Logos. También puede correlacionarse con la inteligencia física, mental, emocional y física.
No me parece porque por ejemplo en la multiplicación de los panes y peces se dan la eficacia, atractividad y unidad a la vez; siendo u milagro totalmente sobrenatural en todos los planos.
La unidad con la empresa para efectos productivos es lo que el profesor Pérez López llamó atractividad, y la unidad espiritual es la que llamó simplemente unidad. El problema del lenguaje es que no puede expresar estas realidades por no ser físicas, aunque se intente darles un «nombre» (por si acaso las físicas también tienen sus problemas). Por ello, el profesor Polo afrontó el problema de la unidad productiva y el lenguaje corrigiendo a Kant con lo que llamó símbolos (ideales y reales). Y a los símbolos superiores, o sea, espirituales; los llamó NOTICIAS para destacar que son de otro «material» y que para entenderlos hay que vivirlos: no vale decirlos porque si no se poseen, siempre será un error mencionarlos. Una gran entrada. Inspiradora y elevada. Gracias.