¿Hay un lugar para la espiritualidad en la empresa?

 Los Comentarios de la Cátedra son breves artículos que desarrollan, sin grandes pretensiones académicas, algún tema de interés y actualidad sobre Responsabilidad Social de las Empresas. Los Comentarios anteriores a enero de 2013 pueden encontrarse en la web de la Cátedra.

Mi buen amigo el profesor Francesc Torralba me invitó a participar hace unos días en los Diálogos de Pedralbes para tratar de Espiritualidad y empresa: ¿una contradicción?, compartiendo la mesa con otro buen amigo, Josep Maria Lozano. El título refleja bien lo que me parece será la actitud del lector ante el tema: ¿tiene sentido hablar de espiritualidad en la empresa? ¿Es una manera de “colar” la religión en la empresa? ¿Tiene algo que ver esto con la ética o la Responsabilidad Social?

En las últimas décadas se ha despertado un gran interés por la espiritualidad en la empresa, hasta el punto de que se publican numerosos artículos sobre el tema en las mejores revistas de dirección, de ética y de relaciones entre empresa y sociedad, e incluso se ha creado un revista científica internacional dedicada al tema. ¿A qué se debe ese interés? En este Comentario trataré de dar una respuesta a este tema, centrándome en la espiritualidad en el trabajo, que es, junto con la del liderazgo, la vía ordinaria de entrada del tema. Dejo para otro día entrar en más detalle de qué es la espiritualidad en la empresa.

Cambios en el mundo del trabajo y de la empresa

En primer lugar, se han producido cambios importantes en el mundo del trabajo, que se inician con la revolución industrial y se aceleran en el siglo XX. Las nuevas tecnologías han influido positivamente en la productividad de algunos empleos (por ejemplo, los vinculados a las TIC) y en sus expectativas, y negativamente en otros: primero, en los de “cuello azul”, fácilmente sustituibles por las máquinas o por trabajadores de países de mano de obra barata, y luego también en muchos de “cuello blanco”, que han resultado también ser fácilmente sustituibles. Algunos empleos han visto incrementada su retribución y sus expectativas de carrera, mientras que otros se han depreciado, al tiempo que los sindicatos veían mermado su poder en muchos países, reduciendo la capacidad de resistencia de los afectados por esos cambios.

Las consecuencias para los trabajadores han sido muchas y muy variadas: el aumento del desempleo; la generalización de trabajos precarios y de baja remuneración (mini-jobs); el imperativo de una mayor movilidad geográfica, ocupacional e interempresarial; la necesidad de replantear la carrera profesional, desde la empleabilidad, la formación continua y la flexibilidad, etc.

Para las empresas los cambios se han manifestado en el imperativo de una mayor flexibilidad laboral; la difuminación de las fronteras de las organizaciones (trabajo en red, subcontratación, volatilidad de la cadena de suministro, intercambio de trabajadores); la presión de las grandes empresas sobre sus proveedores pequeños, para aumentar la eficacia y reducir los costes; la presión de los consumidores, que demandan mejores productos a precios más bajos; la presión de los accionistas y de los mercados financieros, que exigen beneficios mayores; la competencia creciente; la necesidad (y la oportunidad) de introducir nuevos modelos organizativos, etc.

Todo esto ha acelerado también el cambio en la valoración del trabajo que tenía la sociedad occidental desde hace décadas. El trabajo es un factor humanizador, que libera a los empleados de las restricciones de la naturaleza, permite la satisfacción de sus necesidades al tiempo que atiende a las de los consumidores y contribuye al prestigio social de las ocupaciones y a la dignidad de los trabajadores…

Pero, al mismo tiempo, se han puesto de manifiesto también algunos aspectos deshumanizadores: el trabajo precario no da seguridad ni permite organizar una vida satisfactoria a largo plazo; muchos empleos generan alienación; el trabajador se convierte en un factor sustituible y, por tanto, instrumental, una mercancía abstracta; la vida laboral ha llegado a ser, en muchos casos, enemiga de la vida familiar, del descanso, de la cultura y de unas relaciones sociales constructivas; las condiciones de trabajo son a veces degradantes, incluso en profesiones cualificadas; el trabajador que buscan algunas empresas hoy en día se parece a un robot cognitivo y racional, calculador y maximizador, pero poco humano y nada espiritual; las desigualdades de remuneración han crecido; la brecha entre ocupaciones masculinas y femeninas no se cierra; el trabajo ya no garantiza el mantenimiento del nivel de vida de los trabajadores ni permite, muchas veces, la fundación de una familia; muchos empleos no facilitan el desarrollo de capacitaciones profesionales; a menudo se exige a los trabajadores conductas que su conciencia considera inmorales; muchos empleos no tienen autonomía y no alientan el sentido de comunidad en el trabajo; los sistemas de organización son, con frecuencia, individualistas; la competitividad prima sobre otras consideraciones… y la pérdida de empleo, que es una realidad cada día más extendida, se presenta como un gravísimo problema personal, familiar, económico y social, y como una muestra del fracaso de una sociedad.

Y todo ello se traduce en problemas para la salud mental y física de las personas, para el control de sus vidas, para su seguridad y desarrollo, para las relaciones familiares y sociales… y para el ambiente en la empresa, para la productividad de los trabajadores y su rentabilidad para la organización, para su capacidad creativa, para su colaboración con otros empleados y, en definitiva, para su integración y su lealtad –que también falla por el lado de la empresa, que exige más y ofrece menos, sobre todo a largo plazo.

De todo esto resulta un gran interrogante sobre el paradigma laboral de los últimos años, que se proyecta también sobre los de la organización y la dirección de empresas. Y los problemas en las organizaciones lo son también del sistema económico y de la sociedad, que reflejan los puntos débiles de sus modelos antropológicos y éticos.

Cambios en la sociedad

Porque las concepciones dominantes en nuestras sociedades occidentales avanzadas están, en buena medida, en la base de los problemas del trabajo. Los agentes son ahora más individualistas que en el pasado; son emotivistas en sus decisiones, basadas en preferencias individuales, y responden emocionalmente a los problemas, sobre todo a los que tienen una dimensión moral. Muchos ciudadanos son utilitaristas sociales: están dispuestos a renunciar al control de algunas facetas de su vida, delegando sus decisiones en otras autoridades, a fin de conseguir la autonomía que desean en su vida privada, aunque esto suponga renunciar a su responsabilidad personal en muchos asuntos de su vida. Y es obvio que estos modelos de ciudadano y de trabajador no son los que necesita la empresa en el siglo XXI.

Y esto está teniendo consecuencias importantes en el plano ético. Por ejemplo, lo que Goodpaster llama teleopatía: la búsqueda desequilibrada de fines limitados y a corto plazo, sin tener en cuenta todas las implicaciones de esta búsqueda sobre el agente y sobre los demás. O la racionalización de las conductas, que se reinterpretan en términos de los resultados deseados, aunque esos resultados sean perjudiciales para otros, e incluso para el mismo agente. O el predominio de las motivaciones extrínsecas (remuneración, carrera, prestigio) sobre las intrínsecas (satisfacción, aprendizajes operativos) y trascendentes (que incluyen las necesidades de los demás en las decisiones propias), lo que rompe los esquemas tradicionales de la gestión de personas.

También juegan aquí las concepciones de la ética que han estado vigentes en las últimas décadas. Éticas autónomas, separadas de la acción humana, que no toman en consideración la situación concreta en la que se encuentra el agente, ni su aprendizaje moral y de otras personas; por tanto, éticas que no forman el carácter, sino que buscan recetas para situaciones concretas, abstractas, sin historia; éticas de la tercera persona, que ven las situaciones desde fuera, sin contar con los caracteres del agente que toma las decisiones. Éticas que pretenden construir una sociedad capaz de autorregularse, y que, por tanto, no necesitan que los ciudadanos sean honestos para que la sociedad funcione sin fallos –y cuando se producen los fallos, confían en los criterios científicos de los expertos y en la voluntad de los políticos para corregirlos. Éticas que sustentan los derechos en la ley, o sea, en la voluntad de la mayoría, haciéndolos, de este modo, cambiantes y volátiles. Y éticas relativistas, porque sostienen que no hay soluciones que se puedan aplicar a todos –y que sospechan de los planteamientos morales amplios y exigentes, porque se teme que escondan propósitos autoritarios.

En el fondo, este panorama viene a coincidir con muchas de las críticas que se han hecho a la modernidad, caracterizada por el predominio de un paradigma positivista, en que el conocimiento relevante es solo el que viene dado por la experiencia y el empirismo; un paradigma que segmenta el conocimiento entre las distintas ciencias, cada una basada en fundamentos propios, no siempre compatibles con los de otras disciplinas. En el campo de la economía y de la empresa esto se ha traducido en modelos jerárquicos, de inspiración mecanicista, con estrategias de gestión de las personas basadas en criterios de ordeno y mando, autoritarios, que someten a las personas a controles rigurosos, sin lugar para las emociones, resistentes al diálogo y a la participación, y orientados a los resultados, pero no los que recaen sobre el trabajador, sino la maximización del valor para los accionistas, a corto plazo.

El interés por la espiritualidad en el trabajo

Es obvio que esta relación de causas no es representativa de toda la realidad económica, social, ética y cultural del mundo occidental. Pero, de alguna manera, ese ha sido el caldo de cultivo en que han prosperado, sobrevivido o fracasado muchas empresas en los últimos años y en muchos países. Claro que también se pueden presentar modelos de signo contrario: empresas basadas en el conocimiento y, por tanto, en la primacía de las personas (al menos de las que detentan ese conocimiento), a las que hay que atraer, formar, retener y motivar por procedimientos no convencionales; empresas que impulsan la innovación, la iniciativa y la creatividad de su plantilla, frente al control, la planificación y la obediencia; que utilizan una amplia gama de instrumentos de motivación, más allá de los incentivos económicos; empresas cuyos directivos ejercen un liderazgo ético y un profundo sentido de responsabilidad social, responsabilidad que comparten con sus empleados: un liderazgo basado en el servicio, los valores y la cooperación… Y directivos que entienden que la gestión de ese tipo de empresas exige otros conocimientos, capacidades, actitudes y valores, como, por ejemplo, la comprensión de los procesos personales que rigen el cambio en sus subordinados y colaboradores –y en ellos mismos. En todo caso, el interés por ese otro tipo de organizaciones muestra las limitaciones y los fallos de los modelos mencionados más arriba y la necesaria búsqueda de alternativas. Si algunas empresas no merecen las críticas mencionadas antes, ¿no se podría extender esto a todas las demás?

Pues bien, este es el entorno en el que aparece el interés por la espiritualidad en el trabajo: la búsqueda de otro tipo de empresa, inspirado en otros principios y que trata de arraigar en otro tipo de sociedad, con otros valores y otra manera de entender la ética.

No obstante, una parte importante de la literatura sobre la espiritualidad en la organización puede interpretarse como un intento de conservar el modelo de empresa capitalista basado en la eficiencia, la rentabilidad para los accionistas, la competencia, el control y la gestión autoritaria, añadiéndole algunos ingredientes de apariencia humanista. Esta manera de introducir la espiritualidad es, hasta cierto punto, lógica: ante los fallos en el paradigma vigente, muchos académicos, consultores y directivos buscan remedios, que serán correcciones menores de lo que les parece es la única manera de entender la empresa. Pero esta solución no parece consistente, porque la tensión entre ambos paradigmas estará siempre presente.

Así pues, la introducción de elementos de espiritualidad en la empresa será, a menudo, una suavización de los problemas, pero en otras ocasiones será el caballo de Troya que trata de provocar un cambio de modelo. Y también es lógico que encontremos, en la academia y en la práctica de la dirección de empresas, a muchos que no participan de ese interés por la conjunción de la empresa y la espiritualidad. Algunos dicen que la realidad de la economía capitalista no es compatible con las bondades (o las frivolidades, según se mire) de la espiritualidad. Otros se oponen claramente, porque consideran, de acuerdo con el paradigma económico más desarrollado hasta la fecha, que la empresa se basa en la competencia, la eficiencia y el beneficio, medido por el valor para el accionista, de modo que la espiritualidad no puede ser sino una forma de alejarse de esos objetivos y, por tanto, de hacer traición a esa institución clave del sistema capitalista. Y no cabe duda de que muchas declaraciones en favor de la espiritualidad parecen favorecer esa actitud, cuando ponen énfasis en conceptos que parecen muy alejados de una institución económica, como belleza, emoción, asombro, juego, espontaneidad, gozo, gracia, celebración, magia, misterio, milagro, epifanía…

Si lo que acabo de decir es verdad, está claro que la espiritualidad en la empresa no es la clave de un cambio de paradigma, sino solo un componente de esa clave. Con otras palabras: me parece que el descubrimiento de nuevos modelos de empresa no procederá de la espiritualidad, sino de otros elementos, de los que la espiritualidad es un componente que, por otro lado, puede arrojar mucha luz sobre qué falla en los modelos antiguos y por dónde debe ir la búsqueda de los nuevos. Porque la espiritualidad es un componente central de la persona.

El retorno de “lo sagrado”

Pero me parece que debemos prestar atención también a otro aspecto de todos esos cambios: lo que podríamos llamar un retorno de la espiritualidad o de lo “sagrado” en las sociedades actuales. Lo que ocurre en el mundo de la empresa es un reflejo de algo que está teniendo lugar en otros ámbitos: la gente –una parte importante de la población, sobre todo en países desarrollados, pero también en muchos emergentes- dice buscar la paz y el silencio, meditan, viajan a Oriente sin renunciar a su cultura occidental, dan ayuda a onegés, llevan a cabo tareas de voluntariado, practican ritos místicos y se consideran a sí mismos como personas espirituales.

No pretendo ofrecer aquí una explicación a estas conductas que, en todo caso, parecen intentar superar la racionalidad moderna, tecno-científica, fría, individualista, utilitaria y pragmática. El “desencantamiento” del mundo, como superación de lo que Max Weber presentaba como una confianza supersticiosa en la capacidad salvífica de ritos, magia y el recurso a un dios que nos gobierna, dejó un ser humano privado de ilusión, sumido en su propio desconcierto y anhelante de una vida que no se limite a la dimensión material, de un horizonte que amplíe sus horizontes existenciales. Se ha presentado esto como un retorno de lo “sagrado”, cuya muerte se había anunciado repetidas veces a lo largo del siglo pasado.

Pero no se trata de una vuelta a la religiosidad tradicional, sino que presenta caracteres propios. Se trata de una espiritualidad individualizada, en la que el ciudadano toma selectivamente lo que le gusta de distintas tradiciones y forma su propia mezcla de racionalidades, lenguajes y vocabularios que, a pesar de su diversidad, e incluso de su aparente incompatibilidad, conviven en su conciencia. Desacralizada: una espiritualidad secular, una religiosidad profana, desvinculada muchas veces de tradiciones, instituciones y rituales establecidos: lo que el agente siente y practica no tiene por qué coincidir con el credo de una religión establecida concreta. Cosmopolita, en cuanto que esos componentes provienen de fuentes muy diversas, que la globalización y las tecnologías de la comunicación hacen accesible a todos, y en cuanto que crea vínculos con todos, fuera, quizás, de la comunidad local tradicional, con diversos ámbitos de convivencia. Las creencias circulan libremente, las costumbres se transfieren de una sociedad a otra. Diversa: guiada por las preferencias de cada uno, que lleva a cabo su opción en cada momento. Relativista y cambiante, pero sometida a las fuertes corrientes homogeneizadoras de un gigantesco mercado, o mejor, de un conjunto de mercados paralelos, que se solapan, compiten y colaboran entre sí. El criterio de validez no es la razón, como en la modernidad, sino la experiencia personal; la espiritualidad es una opción personal; cada uno elige sus mitos, símbolos, rituales y normas, bajo la influencia de un poderoso marketing global. Y la ambigüedad, porque esa espiritualidad ha de poder exportarse a lugares muy diferentes, y sus mensajes deben hacerse inteligibles en culturas diferentes. Y esa espiritualidad se vive en comunidades emocionales, donde cada uno encuentra sus propios lazos y un apoyo afectivo. Incluye el culto al cuerpo, que es un valor en la sociedad de consumo; la necesidad de “sentirse bien”, la búsqueda de curación –no de salvación- en las prácticas espirituales. La estética es muy importante en ese mundo de espiritualidades variopintas.

Conclusión 

Este ya demasiado largo Comentario ha intentado explicar el ambiente en el que aparece un interés creciente por la espiritualidad en el trabajo y en la empresa. En mi opinión, no es un fenómeno autónomo, sino que forma parte de algo mucho más amplio. Para el trabajador o el directivo, lo que aparece, en primer lugar, es la evidencia de que, con frecuencia, el trabajo no contribuye a hacer más humana la vida del trabajador; al principio le ofreció la satisfacción de sus necesidades materiales, a costa, quizás, de elementos intangibles, como la satisfacción, las relaciones sociales, el sentido de su tarea o su inclusión en una sociedad más amplia, pero también esos elementos han fallado con frecuencia. Y esto no es sino el reflejo de lo que pasa en la sociedad en su conjunto: la conciencia creciente de que las dimensiones económicas y materiales no son suficientes para hacer la vida y la sociedad más humanas.

La conciencia de esas carencias, en el trabajo, en la organización y en la sociedad en su conjunto, ha puesto de manifiesto, por contraste, lo que falta en el trabajo, en la empresa y en la sociedad: una visión completa de la persona, que tenga en cuenta todas sus dimensiones y necesidades, su historia, su entorno y su desarrollo. La espiritualidad en el trabajo me parece que es, pues, una respuesta parcial a ese problema. Completar el trabajo con la espiritualidad es, desde luego, un arreglo, pero incompleto, mientras no tenga en cuenta toda la riqueza antropológica de la persona que trabaja.

2 thoughts on “¿Hay un lugar para la espiritualidad en la empresa?

  1. Gracias por tan buen comentario profesor. Es bueno que alguien de tan alto nivel (me refiero a usted aunque parezca adulación, que no lo es) ordene y refiera asuntos tan trascendentes. Estoy escribiendo un artículo que ya había finalizado, pero citaré casi completo un párrafo de su conclusión. Supongo que no se ofenderá por ello.
    Es que el dinero al final, es un número concausal de los físico-artístico-humano (Polo), y por eso no puede acceder a los fines sino solo a los medios. Es un error extrapolarlo como fin. Algunos hasta lo adoran …
    Un gran obsequio de esta Navidad 2013 … aprovecho para desearles FELIZ NAVIDAD

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