El refrán español dice que «poco dura la felicidad en la casa del pobre». Pero aquí quiero referirme a lo que puede ser una tendencia importante en el corto plazo. La idea me vino leyendo un artículo de The Economist, del pasado mes de septiembre, en que se explica que los últimos años, mejor decenios, han sido muy buenos para las empresas en el mundo occidental, en términos de aumento de sus beneficios.
Las causas de esa formidable evolución las resumen la revista inglesa en la globalización, que expandió la oferta de mano de obra en unos 1,200 millones de personas desde los años 1980, con la consiguiente reducción de los costes; la caída de precios de muchas primeras materias, sobre todo en los años más recientes, y la reducción de los impuestos que gravan los beneficios de las empresas.
Pero The Economist sugiere que esto está cambiando. La competencia es creciente; el número de empresas de países emergentes está aumentando, y están cada vez más presentes en los mercados occidentales, como antes estuvieron las japonesas, las italianas y españolas, las coreanas o las taiwanesas. Añade también los cambios radicales introducidos por los gigantes tecnológicos y un ambiente político cada vez más hostil hacia la empresa privada -de lo que tenemos también pruebas en algunos partidos en España.
¿Significa esto el fin del mundo? Me parece que no, aunque The Economist empieza su artículo haciendo un paralelismo con la caída del Imperio Romano. Me parece que, si algo ha de cambiar, es nuestra manera de entender lo que significa el éxito de una empresa. La maximización del beneficio tiene demasiados agujeros. Lo que llamamos beneficios es, con mucha frecuencia, un conjunto de rentas que los altos directivos han sabido captar y apropiarse, a menudo con la excusa de que estaban trabajando para sus accionistas. Si la Responsabilidad Social es capaz de despegarse de la idea de ser un medio para contribuir a la creación de valor para los accionistas; si somos capaces de explicar que algunos costes (los medioambientales, por ejemplo) han de recaer sobre las actividades que los producen (por razones de justicia, que no moverán a algunos, pero también de eficiencia, que entendemos todos); si conseguimos reconducir la teoría financiera hacia bases menos autónomas y más conectadas con la economía real… bueno, quizás volvamos a empezar una larga etapa de crecimiento más estable y sostenible.
Por cierto, esta reflexión debería estar cada vez más presente en los debates teóricos. Porque, si no, la política nos arrastrará hacia soluciones claramente malas para todos.
Gracias profesor. Eso es lo que sería la sincronía correcta (hago mías palabras del profesor Leonardo Polo) pero en términos numéricos-monetarios.