Jeremy Beer publicó el año pasado un libro titulado «The Philanthropic Revolution: An Alternative History of American Charity». Es un intento de dar razón de el gigantesco movimiento filantrópico que vemos en Estados Unidos, y en otros países, también en el nuestro. Para mucha gente, atender a las necesidades de los demás es pagar impuestos y dejar que el Estado se haga cargo de los problemas. Beer hace notar que la motivación del Estado no suele ser solo altruista, sino que busca otros intereses. Y da cada vez más peso al Estado, a costa de nuestra libertad y nuestra autonomía. En el fondo, hace notar Beer, es el mismo argumento del comunismo: ¿para qué confiar en el libre mercado, si el Estado lo puede hacer tan bien o mejor? Bueno, pero ese argumento se ha mostrado falso.
Beer cita a Andrew Carnegie, el famoso filántropo americano, que dio lo que ahora vendrían a ser ocho mi millones de dólares para proyectos que incluían la construcción de casi 3.000 bibliotecas, además de pensiones para trabajadores de la industria siderúrgica y otros muchos usos: «uno de los serios obstáculos a la mejora de nuestra raza es la caridad indiscriminada. Sería mejor para la humanidad que los millones de los ricos fueran arrojados al mar que gastarlos en los perezosos, los borrachos y los inútiles. Es probable que, de cada mil dólares gastados en lo que llamamos caridad, novecientos noventa y cinco dólares se desperdicien, o incluso se gasten en provocar los mismos males que traten de curar». Hayek recordaría probablemente a Carnegie que el conocimiento de las necesidades de las personas no puede estar en la cabeza de un planificador central, tanto si hablamos de necesidades económicas (pan, coches, casas, diversiones) como de las necesidades básicas de los más necesitados. Pero no cabe duda de que Carnegie hubiese sido un magnífico planificador central, porque él sí que afirmaba que conocía lo que necesitaban los desfavorecidos. Y, como hace notar Beer, en aquella época, la filantropía iba acompañada, frecuentemente, de un modo alternativo de solucionar la pobreza: la eugenesia y la esterilización forzada de los que se consideraba que no eran aptos por razones genéticas.
Beer señala que, detrás de muchos de los grandes proyectos filantrópicos, hay una crítica, a menudo no velada, a la caridad tradicional, de origen religioso, a la que se suele calificar de «irracional, desperdiciadora, mezquina y políticamente retrógada». Beer hace notar que una persona en apuros no necesita sólo que alguien le dé dinero o medicinas, sino que le devuelva la esperanza. La verdadera caridad no es un modo unidireccional de dar, que empieza en la élite benigna pero remota y a menudo condescendiente, dice, y que se dirige a los que la élite califica de necesitados; es un intercambio mutuo entre personas con igual dignidad. El benefactor da ayuda financiera, pero también una sonrisa generosa, tiempo, comprensión, una parte de sí mismo, y el receptor se lo devuelve con su aprecio y, en aquella filantropía de origen religioso, pidiendo por el donante, algo que, de alguna manera, pone al beneficiario en condiciones de dar algo que considera de valor a su benefactor.
Por supuesto que la caridad debe procurar satisfacer necesidades reales, y dirigirse hacia los problemas más graves. Pero siempre teniendo en cuenta que no tenemos la capacidad del planificador central para saber qué es lo que necesita la humanidad, ni siquiera qué es lo que necesita la persona a la que vamos a ayudar. Eficiencia, sí, pero no solo eficiencia económica, porque tratamos con seres humanos. Y no menospreciemos nunca a los que dan lo que pueden, quizás unos céntimos, para devolver la sonrisa al necesitado.
Antonio Argandoña es Profesor Emérito de Economía del IESE.
Un placer leer sobre filantropía y que aparezca el señor Carnegie, una persona a quien admiro profundamente por sus logros empresariales y por su ayuda a la gente.
Un saludo Antonio