Continúo con el tema de la meritocracia, pero cambiando ahora el punto de vista. Michael Sandel, de quien hablaba en mi entrada anterior, parte de la observación de la sociedad desigual en que nos movemos y llama la atención sobre las limitaciones del modelo americano, que pone énfasis en la capacidad de cualquier persona para conseguir una posición social saneada, si pone esfuerzo y trabajo, sin tener en cuenta que el éxito depende también de otras cosas, como la riqueza de los padres, la educación recibida, el acceso a una universidad de prestigio, el codearse con personas influyentes… Lo que llamamos meritocracia es a menudo, dice Sandel, una trampa para ocultar los esfuerzos de una elite para mantener su situación de privilegio.
Pero encontré otro artículo reciente sobre el tema, publicado por María Marta Preziosa, de la que ya he hablado otras veces, en Empresa, la revista digital de ACDE en Argentina, con el título «¿Sufrís de meritocratitis?». Ella se fija en la persona que trabaja con esfuerzo y se siente frustrada por los resultados. Esta mentalidad, dice, puede ser algo mecanicista (dado el mérito, dada la recompensa), exige de los demás el reconocimiento de nuestros méritos y lleva a un sentido de frustración, al menos en muchas ocasiones.
«La mentalidad meritocrática puede también confundirse con la ética«, dice María Marta. Es verdad. Hay una ética del esfuerzo, del trabajo bien hecho, pero no es una ética consecuencialista. No dice «he trabajado bien, luego tengo derecho a un sueldo más alto o a una posición social más distinguida». Las acciones humanas producen efectos en el entorno, en la propia persona y en los demás. La primera parte tiene su reflejo en la remuneración del trabajo, y es de justicia. Pero no depende solo de mi esfuerzo, sino de otros muchos factores: trabajar mucho y bien en algo que nadie demanda puede dar derecho a una satisfacción personal, pero no a un salario elevado, porque no satisface las necesidades de los demás. El trabajo tiene una dimensión económica, pero también lo que queda en la persona (aprendizajes, satisfacciones) y en los demás (servicio, contribución al bien común, como recuerda Sandel).
La meritocratitis se cura, personalmente, reflexionando sobre el por qué del trabajo: el servicio que presta a los demás, la mejora de la propia persona y, también, los recursos económicos y el prestigio social que, habitualmente, va unido a los ingresos. A partir de ahí, se puede poner en su lugar el éxito debido a las ayudas de los padres, o a la suerte, que también cuenta mucho. Ese es el debate que Sandel propone, como citaba al final de mi anterior entrada sobre este tema. Y del debate saldrán las políticas sociales para corregir la desigualdad que él denuncia.
La meritocracia tiene su lado oscuro también, pero probablemente sea mejor que otras formas de organizar a las personas en diversas posiciones dentro de una organización.
Desde un punto de vista social, podríamos decir que el problema de la meritocracia es que una persona que viene de la «elite» probablemente se alimentó bien, se educó bien, tuvo acceso a salud y quizás, mas polémicamente, recibió genes que de alguna manera se correlacionan con características meritorias.
Para las empresas, sin embargo, la meritocracia es probablemente el sistema que permite maximizar sus ingresos. Los costos de contratar o colocar a una persona no competente en un cargo son muy altos y por lo tanto la búsqueda de mayor rendimiento es un factor poderoso para optar por la meritocracia sobre otros criterios.
Muy interesante la reflexión de María Marta, es cierto que muchas veces trabajamos apoyando la meritocracia por la consecuencia que son sus beneficios, pero también es cierto que existe la meritocracia desinteresada por la satisfacción personal del trabajo bien realizado. Muy apreciable el post. Un saludo.
En el libro de Polo Filosofía y Economía, Polo asegura que la empresa se «eleva» pensando más en optimizar el tiempo y que ahora las empresas se concentran en optimizar el espacio