En la entrada anterior (aquí) recomendé al lector un libro de Jean Tirole, La economía del bien común, argumentando que es un buen libro de economía que ayudará a entender muchos problemas de actualidad y a enfocar adecuadamente las cuestiones económicas. La referencia al bien común en el título del libro sugiere que este trata, de alguna manera, de la colaboración entre ética y economía. Y esto me lleva a hacer algunos comentarios adicionales.
Primero, sobre el título. Desde la Modernidad el bien común es sinónimo de interés general o interés común, es decir, una cierta suma o compendio de bienes privados. Quedan atrás las ideas de Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y un puñado de autores del siglo pasado, que tienen una visión distinta, que es una pena que se olvide. Para Tirole, el bien común quiere decir que las decisiones de un agente no reducen de manera injusta el bienestar de otros – injusto quiere decir aquí que los perjudicados no aceptan el resultado, aunque no lo manifiesten, porque, por ejemplo, no son conscientes de los daños que ellos sufren como consecuencia de esa decisión.
De acuerdo con la teoría económica convencional, los agentes son autónomos; cada uno tiene sus propios intereses, definidos de acuerdo con su función de preferencias; esa variedad de intereses es la causa de que se produzcan efectos negativos en otros agentes y en el conjunto de la sociedad, cuando uno intenta promover los suyos. No disponemos de medios para influir en esas decisiones, porque el agente es soberano y nadie tiene derecho a juzgar sus preferencias. Ahora bien, si no podemos influir en las preferencias, la ciencia económica puede ayudarnos a influir en las decisiones, de modo que los resultados colectivos sean los deseados, de acuerdo con el “bien común” antes definido.
Esta es, según Tirole, la tarea de la economía de mercado, que trata, precisamente, de hacer compatibles los intereses privados con los del conjunto de la sociedad o con los de otras personas afectadas. Esta reconciliación de intereses podría llevarla a cabo cada uno de los agentes, si conociese en qué se opone su interés personal al de la sociedad (se supone que, además, debería querer cambiar sus preferencias, pero Tirole no reconoce el papel de la voluntad, de modo que los desajustes son, casi siempre, problemas de información). Pero es difícil que lo haga, porque nuestros juicios tienden a reflejar factores como la información disponible y nuestra situación en la sociedad, de modo que estarán sesgados. La solución, según Tirole, sería que cada uno de nosotros actuase siempre bajo el “velo de la ignorancia”, de tal manera que, al tomar nuestras decisiones, no supiésemos si nos toca ser un hombre o una mujer, con buena o mala salud, de familia rica o pobre, educado o ignorante, ateo o religioso… La búsqueda del bien común nos llevaría a esa situación “detrás del velo de la ignorancia”, y esto nos llevaría a optar por soluciones que no perjudicasen particularmente a nadie, porque no sabemos si ese nadie vamos a ser nosotros.
Pues esto es lo que lleva a cabo la ciencia económica, según Tirole, que explica las consecuencias que cada acción puede tener para el bienestar del agente y de los demás, tanto en las transacciones de mercado (que, si son voluntarias, siempre serán favorables para ambas partes, aunque no necesariamente de acuerdo con criterios de justicia previamente definidos) como en las transacciones no de mercado (es decir, cuando falla el mercado o cuando fallan las actuaciones coactivas de los gobiernos). Y esta es la función social de los economistas: ser promotores del bien común, actuando detrás del velo de la ignorancia, es decir, con honestidad, no por incentivos perversos o intereses personales.
Bueno, ya he explicado al lector lo que me parece que Jean Tirole trata de hacer en su libro, y por qué me parece interesante recomendarlo. Pero aún no hemos llegado al contenido ético del mismo. Dejo esto para una futura entrada.
Como decía Polo, hay que buscar que todos intervengan en la decisión (eso es lo común), pero como no se puede, se delega a alguien que la tome. Pero ese «alguien» debe conocer bien el plexo de los medios (aquí es donde difiere de Aristóteles o Tomás porque ellos ven los medios como bienes -fines- y eso es lo novedoso) algo que requiere sincronismo.