La prisa rompe vínculos, el cuidado los repara
¿Estamos preparados para asumir la interdependencia que requiere nuestra vulnerabilidad? ¿Somos conscientes de que debemos cuidar de nosotros mismos, de nuestros seres queridos, del conjunto de la sociedad y del mundo que habitamos?

El pasado 8 de octubre, en el ciclo I-WiL Networking Lunch de IESE, conversamos con Isabel Sánchez sobre el tipo de liderazgo que necesitamos en estos tiempos convulsos, marcados por la incertidumbre. El liderazgo del cuidado no es un estilo blando ni sentimental: es una forma profunda de ejercer la responsabilidad. Implica poner la atención en las personas, sostener los vínculos incluso en la dificultad y generar entornos donde cada uno pueda florecer. Los verdaderos líderes son quienes se atreven a detenerse, escuchar y acompañar, porque saben que solo cuidando se construyen equipos sólidos, comunidades resilientes y organizaciones humanas.
En su libro Cuidarnos, Isabel comparte inspiradores ejemplos de redes de cuidado que nos invitan a redescubrir en nosotros —y en los demás— al Homo Curans: el ser humano que cuida. La conversación con Isabel da pie a esta reflexión que comparto con vosotros. Al final de este post os dejo el enlace a la sesión completa con Isabel.
La era de la inmediatez
Nuestra sociedad se ha convertido en la sociedad del descarte y la cancelación. Ante una opinión que no compartimos o un error ajeno, la respuesta suele ser rápida y definitiva: bloquear, silenciar, eliminar. Nuestros móviles nos ofrecen la tentación de la autosuficiencia: un toque y el conflicto desaparece, la persona queda “descartada”. Pero esta facilidad para borrar al otro tiene un precio muy alto —uno que se mide en vínculos rotos y oportunidades perdidas.
El enemigo del cuidado es la prisa
La cultura de la cancelación no existiría sin su gran aliado: la prisa. Nos mata la prisa.
La velocidad frenética de la vida moderna —y de las redes sociales— nos empuja a reaccionar antes que a reflexionar. Queremos soluciones rápidas, respuestas inmediatas… pero el cuidado es, por naturaleza, lento.
Cuidar exige escuchar. Exige tiempo. Implica hacer espacio —en la agenda y en la mente— para el otro.
La cultura del descarte nos ahorra minutos, pero nos empobrece el alma.
La cultura del cuidado, en cambio, nos exige tiempo… y nos devuelve plenitud.
El cuidado: un gozo ético, no una obligación
Si cuidar requiere tanta entrega, ¿por qué hacerlo? ¿Por obligación? ¿Por educación? ¿Por un imperativo moral?
Tal vez la respuesta esté en nuestra propia naturaleza. El ser humano no es solo Homo sapiens u Homo faber; somos, ante todo, Homo curans, el ser que cuida. El impulso de atender, proteger y vincularnos está inscrito en lo más profundo de nuestro ser. El cuidado, en su forma más pura, es un gozo ético y espiritual. Cuando logramos salvar un vínculo, abrir un diálogo o alcanzar el entendimiento mutuo, sentimos una alegría que ninguna “razón ganada” ni “problema bloqueado” puede igualar.
Cuidar: el motor de nuestro florecimiento
Frente a la esterilidad del descarte, el cuidado es fértil. Es semilla, es raíz, es camino seguro hacia el florecimiento humano. Cuando cuidamos, no solo beneficiamos al otro: crecemos nosotros mismos, desarrollamos virtudes que dan forma a la mejor versión de nuestra identidad:
- Misericordia
- Magnanimidad
- Gratitud
- Benevolencia
Cuidar nos humaniza. Nos obliga a reconocer nuestra interdependencia, a sabernos vulnerables y necesitados unos de otros.
Bloquear y cancelar es encogerse; cuidar es expandir nuestra humanidad.
Puedes revivir la conversación completa con Isabel Sánchez en el I-WiL Networking Lunch del IESE aquí: https://youtu.be/S7hzOUn_Yw0?si=4RugLB4zrxpZdZY4
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La esperanza no es optimismo ingenuo sino una decisión valiente: confiar cuando todo invita a rendirse.. Como María al pie de la cruz. Como los mártires en medio de la persecución. Como tantas madres, padres, jóvenes, ancianos que siguen amando, luchando y sirviendo, día tras día, con fe. Ser testigos de la esperanza —como decía san Juan Pablo II— no es negar el sufrimiento, sino vivir cada día con la certeza de que el amor de Dios tiene la última palabra. Es elegir confiar, acompañar, servir, aun cuando todo parezca oscuro. Es sembrar paz, justicia y alegría con la vida, mostrando que en Cristo siempre hay un mañana. Es ofrecer una palabra, un abrazo, una oración, una presencia que recuerde:


