El perdón como decisión humana radical
En nuestra sesión del I-WiL Networking Lunch del IESE, celebrada el 10 de diciembre, el profesor Rafael Domingo —prolífico autor, doctor en Derecho con Premio Extraordinario y titular de la cátedra Álvaro d’Ors en el Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra— abordó uno de los temas más complejos y menos comprendidos de la experiencia humana: el perdón. Su reflexión, apoyada en ejemplos históricos y en una mirada interdisciplinar que integra derecho, filosofía y fe, puso de relieve hasta qué punto el perdón sigue siendo hoy un concepto poderoso… y profundamente mal entendido.
En los últimos años, el perdón ha reaparecido con fuerza en el debate público. Instituciones que piden perdón, sociedades que revisan su pasado, personas que reclaman gestos simbólicos para cerrar heridas históricas. Sin embargo, cuanto más se habla de perdón, más evidente resulta la confusión que lo rodea.
Se perdona como si fuera un acto jurídico, una estrategia política o incluso una técnica terapéutica. Y cuando no produce los efectos esperados —reconciliación inmediata, paz social, cierre emocional— se concluye que el perdón es ingenuo, injusto o incluso peligroso.
Tal vez el problema no sea el perdón en sí, sino cómo lo estamos entendiendo
Nombrar bien el problema
Perdonar no es un acto simple. Atraviesa dimensiones profundas de la experiencia humana: la memoria, el dolor, la justicia, la relación con el otro y, para muchos, la dimensión espiritual de la vida. Precisamente por eso, reducir el perdón a una sola lógica —emocional, jurídica o política— empobrece su sentido.
El perdón es, ante todo, un acto unilateral. No depende de la petición del otro, ni de su arrepentimiento, ni de la reparación del daño. Esa unilateralidad es la que lo hace radical y, al mismo tiempo, profundamente humano. Perdonar no es justificar, ni borrar lo ocurrido, ni renunciar a la verdad. Es una decisión interior que afecta a quien perdona antes que a quien es perdonado.
Confundir el perdón con la justicia introduce una tensión falsa. La justicia busca reparar, restituir, ordenar. El perdón opera en otro plano: el de la liberación del rencor y la purificación de la memoria.
Lo que ocurre en la práctica
Cuando esta distinción no se hace explícita, surgen problemas importantes. En el ámbito social, se exige a las víctimas que “perdonen” como condición para la reconciliación, cargándolas con una responsabilidad que no les corresponde. En el ámbito institucional, se confunden gestos simbólicos de perdón con procesos reales de reparación. Y en el plano personal, muchas personas viven el perdón como una traición a su propio dolor.
Esto se observa también en las organizaciones. Se habla de perdón para pasar página rápidamente, sin abordar decisiones injustas, liderazgos dañinos o culturas que han generado heridas reales. El resultado no es paz, sino cinismo.
Perdonar no significa renunciar a reclamar lo que es justo. Una persona puede perdonar interiormente y, al mismo tiempo, exigir responsabilidades. Puede liberar el rencor sin borrar la memoria. Puede incluso perdonar y decidir no restablecer una relación.
Cuando el perdón se entiende así, deja de ser una exigencia moral impuesta desde fuera y se convierte en una posibilidad de sanación. No elimina el dolor automáticamente, pero lo transforma. No borra la historia, pero impide que el pasado siga determinando el presente.
Otra mirada posible
Tal vez convenga mirar el perdón no como un punto de llegada, sino como un proceso que opera en distintos niveles. En lo interior, libera. En lo relacional, abre posibilidades. En lo social, exige madurez.
Desde esta perspectiva, el perdón no puede ser legislado ni impuesto. No es una técnica ni un protocolo. Es una decisión profundamente personal que requiere tiempo, libertad y, a menudo, acompañamiento. En los casos más extremos, incluso comprender puede ser un paso previo imprescindible.
Separar con claridad perdón, justicia y reparación no debilita ninguno de estos ámbitos. Al contrario, los fortalece. Permite que cada uno cumpla su función sin instrumentalizar al otro.
Quizá la pregunta relevante hoy no sea si debemos perdonar, sino desde dónde entendemos el perdón.
Si lo concebimos como una renuncia, se vuelve inaceptable.
Si lo entendemos como una forma de amor lúcido, se convierte en una fuerza transformadora.
En contextos personales, organizativos y sociales marcados por la polarización, distinguir bien estos niveles no es un ejercicio teórico. Es una condición para convivir mejor.
Quienes quieran profundizar en esta reflexión pueden ver la intervención completa de Rafael Domingo en el I-WiL Networking Lunch del IESE en el siguiente enlace:

Tal vez la respuesta esté en nuestra propia naturaleza. El ser humano no es solo Homo sapiens u Homo faber; somos, ante todo, Homo curans, el ser que cuida. El impulso de atender, proteger y vincularnos está inscrito en lo más profundo de nuestro ser. El cuidado, en su forma más pura, es un gozo ético y espiritual. Cuando logramos salvar un vínculo, abrir un diálogo o alcanzar el entendimiento mutuo, sentimos una alegría que ninguna “razón ganada” ni “problema bloqueado” puede igualar.




